Al-Mutamid:

un político detrás del poeta

La leyenda cubre de brumas la vida al-Mutamid, el rey-poeta de Sevilla, un hombre cuya vida ha quedado oculta tras una gruesa capa de romanticismo. Fue un monarca sensible que nutrió su corte con los más importantes literatos del Islam occidental, y terminó sus días en la ignominia, siendo generalmente tratado más como un personaje de cuento que como un individuo real que gobernó la taifa más poderosa de su tiempo

La tradición dibuja al último soberano de la dinastía abadí como un talentoso poeta capaz de apreciar hasta el extremo las delicias de la lírica, tanto que mediante ella fue intelectual y carnalmente seducido por su preceptor y visir, así como por una esclava de quien se enamoró perdidamente y convirtió en su esposa. Su trágico final, encerrado en una celda a cuarenta kilómetros de Marraquech, pone la guinda a un personaje tan proclive a la mitificación. Si bien es muy cierto que favoreció las artes y especialmente la literatura poética, en la que destacó como uno de sus más talentosos cultivadores, no es menos cierto que impulsó una política expansiva que le llevó a agrandar el territorio de la taifa sevillana por vía militar.

Muhammad ben Abbad al-Mutamid vino al mundo sobre el año 1040 en la ciudad de Beja ̶ en la actual Portugal, y entonces una población perteneciente al Reino de Sevilla- a pesar de que algunos han querido verle nacer en la capital. Tras la temprana muerte de su hermano mayor Ismail, ejecutado según parece por traición, se convirtió en el heredero de un gran reino que, debido a la política expansionista de sus antecesores, fundía las actuales regiones portuguesas del Algarve y gran parte del Alentejo con la Andalucía occidental.

Como digno sucesor de tales designios, el nuevo monarca se encargó, entre poema y poema, de agrandar sus territorios anexionando la taifa de Córdoba en 1070 ̶ a cuyo frente colocó a uno de sus hijos ̶ así como la de Murcia en 1079, dominando así todas las tierras del sur peninsular desde el Atlántico al Mediterráneo, a excepción de los reinos de Málaga, Granada y Almería.

De la mano de al-Mutamid, Sevilla se transformó, de facto, en el mayor y más poderoso reino andalusí, con pretensiones de legitimidad para reconstruir el viejo Califato al albur de su expansión territorial. La conquista de Córdoba, una ciudad simbólica por haber sido el centro político del antiguo al-Andalus unificado, provocó la hostilidad de las dos fuerzas que corrían el riesgo de ser desplazadas: Toledo, cuyo rey al-Mamun ganó de forma efímera Córdoba a los sevillanos merced a la inestimable labor de un cadí llamado Ibn Ukkasha, y el reino bereber zirí de Granada, el gran rival de Sevilla.

Patio de las Doncellas. Alcázar de Sevilla 

El rey-poeta, a quien la tradición ha hecho pacífico y hasta ajeno a cuestiones políticas, se muestra aquí como un gobernante muy terrenal, perfectamente engarzado en la tradición expansionista de una dinastía que desde sus orígenes pretendió que todo al-Andalus aceptara a un hombre de paja, dominado por los abadíes, como legítimo heredero de los califas andalusíes. La ideología legitimista del fundador, Abú al-Qasim, fue siempre una de las líneas directrices de la política de al-Mutamid, así como una permanente e inveterada tensión racial que, como cabeza de una estirpe de origen árabe, mantenía contra los bereberes representados principalmente, como ha quedado dicho, por la dinastía zirí de Granada.

La poesía de la corte sevillana jugó aquí un tortuoso papel con trasfondo político, en la intención de desacreditar a los reyes de Granada y a las dinastías bereberes en general. Ya fuera en forma de arma política o como evasión literaria, la poesía fue un elemento insustituible en la vida de al-Mutamid.

 Para vibrar de amor o de añoranza, para atacar a sus enemigos o, también, para recibir envenenadas andanadas como las que tuvo que soportar cuando su antiguo visir y confidente Abenamar, caído ya en desgracia, le escriba versos desde Zaragoza con intención de humillar al último rey de Sevilla.

 

La ciudad de Marraquech con las montañas nevadas del Atlas como fondo y la torre de la mezquita de la Kutubiyya en primer plano.

Fotografía de Xurxo Lobato.

 

 

Al-Mutamid fue consciente de la responsabilidad política que implicaba la soberanía del reino que gobernaba. Detrás de él podía reconocerse la hoja de ruta diseñada por su abuelo Abú al-Qasim y desarrollada por su padre al-Mutadid. El designio sevillano no podía admitir el pago de parias de manera permanente y el tercer abadí creyó que era hora de mostrar su poder también ante los cristianos. Sin embargo, su prolongado tiempo faltando a los pagos de parias a Alfonso VI de León sirvió, sin embargo, para mostrarle la evidente superioridad del reino norteño, que como represalia puso sitio a Sevilla. El rey Alfonso no dio la orden de retirarse hasta que la deuda fue saldada con creces, ya que al-Mutamid se vio obligado a entregar tres veces más de lo que le correspondía pagar. La leyenda, en cambio, es más bonita y quiere hacer a Abenamar, visir de al-Mutamid, ganador de una decisiva partida de ajedrez contra Alfonso VI, tras de la cual el rey leonés levantó el sitio de la ciudad volviendo grupas hacia el norte.

Al-Mutamid fue un político, un diplomático y un guerrero. Desde muy temprana edad fue encargado de dirigir campañas militares, algunas fracasadas, como la de Málaga, y otras más exitosas, como la de Silves. El preadolescente al-Mutamid estuvo también muy familiarizado con las tareas de gobierno, primero ejerciendo el cargo de gobernador de Huelva y después el de Silves. Allí conoció a Abenamar, quien a partir de entonces sería su mentor, compañero de juegos literarios y mano derecha hasta que éste le traicionó. También fue Silves el lugar donde descubrió a quien sería su esposa más fiel, y favorita de un harén que llegaría a albergar a ochocientas mujeres. Nuevamente la leyenda viene a interponerse a la realidad: esta vez quiere que el primer encuentro entre ambos fuera en Sevilla, a orillas del Guadalquivir, donde al-Mutamid paseaba con Abenamar mientras jugaban a improvisar versos, siendo respondido uno de ellos por una voz femenina que resultó ser ella: Rumaikiyya, lavandera y esclava del arriero Rumaiq de quien el príncipe quedó prendado. La compró y desposó, otorgándole el nuevo nombre de Itimad, aunque en la corte habría de ser más conocida como al-Sayyida al-Kubrà, la Gran Señora. La realidad seguramente fue algo más trivial, aunque su aprecio mutuo debió ser auténtico.

Vista de las murallas de Marraquech con las montañas del Atlas y el palmeral.

Fotografía de Xurxo Lobato.

 

 La decadencia que se inicia a partir de la conquista cristiana de Toledo en 1085, no debe de hacernos olvidar el hecho de que al-Mutamid era un rey tan político y guerrero como sus antepasados, a quien la realidad mostró que estaba preparado para avanzar militarmente por tierras de al-Andalus, cuyas cortes taifales habían abandonado el ardor guerrero a cambio de los lujos, pero no para enfrentarse al poder que representaba Alfonso VI. La toma de Toledo la debió vivir más que con miedo, como una traición. Una osadía del rey cristiano que se atrevía a dar el paso para dejar claro al pretencioso sevillano que era él quien mandaba. Al-Mutamid reunió a los demás reyes musulmanes y juntos decidieron que, ante la amenaza del cristiano, había que solicitar la ayuda del poderoso vecino del otro lado del estrecho: el imperio almorávide. Yusuf ben Tasufin, emir de los almorávides, aceptó la invitación de entrar a la península, derrotando a los cristianos en Zalaca (1086), cerca de Badajoz, y alejando momentáneamente la peligrosa sombra de Alfonso VI.
Desgraciadamente, otra sombra se había dibujado sobre el solar andalusí, tan amenazante como la cristiana. No era otra que la de los propios almorávides, que intervinieron nuevamente en el territorio requeridos por el rey de Sevilla, que vio peligrar las comunicaciones de su reino cuando el leonés tomó la plaza de Aledo, en Murcia. La segunda intervención almorávide puso en evidencia la dependencia militar de Sevilla y, por descontado, del resto de los reinos musulmanes de España, lo que, azuzado por sus consejeros civiles y religiosos, impulsó a Yusuf ben Tasufin a conquistar el territorio y reunificar nuevamente al-Andalus dentro de las fronteras de su imperio. Como fichas de dominó fueron cayendo las taifas hasta que le llegó el turno a Sevilla, que cayó tras una poderosa resistencia.
La posterior deposición del rey y su prisión, origen de la última de las leyendas románticas de al-Mutamid, no deberían hacernos olvidar que si los almorávides conquistaron tan fácilmente toda la tierra de al-Andalus fue porque el pueblo era mayoritariamente favorable a la deposición de las corruptas cortes taifales y su sustitución por el gobierno de Yusuf. La pobreza del pueblo, hinchado de impuestos con los que se pagaban las parias a los cristianos, así como la situación de inestabilidad política, provocaron que los propios lugareños abrieran las puertas de las ciudades a los invasores almorávides, poniendo así punto y final a una era dorada de lujo, desarrollo cultural y relajación de costumbres a cambio del dominio más rudimentario y religiosamente estricto de Yusuf den Tasufin y sus descendientes. 

Vista de la entrada al mausoleo del rey de la taifa de Sevilla en el pequeño pueblo de Agmat cerca de Marraquech.

Fotografía de Xurxo Lobato..

La taifa de Sevilla no fue una excepción a la norma, a pesar de que la ciudad resistió valientemente el asedio. En compensación, los asaltantes saquearon sus calles a placer, como recompensa a los esfuerzos realizados en tomar una población tan resistente. El rey de Sevilla, asolado por la derrota, con varios de sus hijos muertos en batalla y viéndose prisionero, ingresó en la leyenda. Murió en Agmat, en el actual Marruecos, donde todavía reposan sus restos.

 

Iñigo Bolinaga

Historiador y escritor

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