Monumentos árabes desaparecidos de Granada

La capital del reino nazarí era una ciudad extraordinariamente poblada para su tiempo y con una gran densidad arquitectónica. En el siglo XIX, su patrimonio medieval era todavía mucho, y Granada era la ciudad española que más edificios conservaba de su pasado andalusí.

La gradual expulsión de sus habitantes y la implantación de colonos, parroquias y conventos a lo largo del Antiguo Régimen conllevó importantes transformaciones que dieron lugar a una urbe dominada por las cúpulas y campanarios de los templos.

Es evidente que cuanto más sabemos de un edificio por descripciones e imágenes, tanto más lamentamos su pérdida, de ahí que lo desaparecido en el Antiguo Régimen lo percibamos como una nebulosa que nos deja indiferentes, mientras las destrucciones más documentadas de las dos últimas centurias nos duelan como crueles mutilaciones. Pero sería injusto decir que en estos siglos se ha destruido más que en los tres precedentes, pues basta pensar que entre 1492 y 1571 desaparecieron la gran mayoría de las mezquitas. Sí es cierto que las demoliciones de la Edad Contemporánea son más imperdonables, pues no habiendo ya una maurofobia como la de tiempos pasados y habiendo desde el Romanticismo una creciente valoración de todo lo que tenía que ver con al-Andalus, las autoridades municipales o la burguesía granadina bien podían haberse mostrado más conservacionistas y menos empeñadas por imitar las modas urbanas y arquitectónicas que se gestaban en las grandes capitales europeas. En cualquier caso, el interés por el legado andalusí propició que personas sensibles al patrimonio nos dejaran descripciones, dibujos y fotografías de esas dolorosas pérdidas. Por ello abordaremos prioritariamente los edificios derribados desde la revolución liberal hasta nuestros días, y sólo se hará referencia muy puntual a algún destacado inmueble de los muchos que sabemos se habían perdido antes, pero de los que conservamos como recuerdo poco más que su nombre. Dejaremos a un lado la Alhambra y su entorno, que necesitarían un artículo propio.

Hablar en Granada de edificios musulmanes desaparecidos es en principio un tema de una amplitud cronológica que nos llevaría a la propia ciudad medieval, pues, al fin y al cabo, el mítico palacio del rey Badis, sito en la Alcazaba Cadima y conocido como Casa del Gallo por la veleta que lo coronaba, es muy probable que hubiera desaparecido ya antes de que los Reyes Católicos entraran la ciudad, dada la tradición que había entre los reyes árabes de derribar los palacios de las dinastías predecesoras. Hoy ni siquiera se han localizado sus restos arqueológicos, y constituye un enigma arqueológico.

El edificio mejor documentado de los destruidos por la apertura de la Gran Vía (1895) es el palacio de Cetti Meriem —o Casa de los Infantes—, que perteneció a una familia emparentada con la dinastía nazarí.

Entre las destrucciones más lamentables puede citarse la llamada Casa de las Monjas, edificada nada más y nada menos que por el rey Muley Hacén. El edificio estaba ya bastante reformado cuando lo habitó el pintor barroco Juan de Sevilla, pero conservaba un bello patio que Mariano Fortuny y otros artistas pintaron antes de su derribo, acometido en 1877.

Al transformar el pintoresco río Darro en una calle para el tráfico rodado desapareció una parte de la ciudad que a algunos viajeros románticos les fascinó con sus pequeños puentes y casas colgadas, la llamada Riberilla.

En la ilustración, La Riberilla con el desaparecido puente del Baño de la Corona al fondo, y en primer término el de San Francisco (hacia 1870).

El palacio de Cetti Meriem tenia un patio con elegantes pórticos sobre pilares y sus espaciosas habitaciones presentaban un buen estado de conservación antes del derribo. La Comisión de Monumentos lo estudió con detalle, salvó algunos elementos y extrajo calcos de las yeserías, porque tenía intención de reconstruirlo en otro lugar, proyecto que finalmente se abandonó por falta de presupuesto.

Otras casas con elementos nazaríes perecieron también a consecuencia de las obras de la Gran Vía y no tuvimos la suerte de que fueran tan bien documentadas como la anterior. Había destacados restos nazaríes en el interior de edificios muy reformados con posterioridad, como el colegio Eclesiástico o la Casa de la Posadilla, o en casas de calles que hoy el turista buscaría en vano en el plano (Azacayas, Pozo de Santiago, Lecheros, etc.). Para los promotores de la apertura de la avenida estos edificios eran viejos e insalubres, manido argumento que todavía hoy encontramos cuando se pretende acabar con un barrio o un edificio histórico. Sin embargo, la destrucción del centro de la antigua medina musulmana, además de irreparables pérdidas en el patrimonio, agravó también el crónico problema de la vivienda entre las clases populares, que se vieron expulsadas a barrios periféricos como el Albaicín.

En este barrio muchas casas nazaríes y moriscas se han perdido en los dos últimos siglos. Estos edificios eran convertidos en viviendas de vecinos y telares, una de las ocupaciones de sus habitantes más pobres. La baja renta que los propietarios obtenían de los arrendamientos no los animaba a realizar obras de mantenimiento, de manera que los edificios se iban deteriorando hasta que un día eran desalojados y demolidos.

También era un destacado palacio la casa de la placeta Benalúa nº 12, cuyas elegantes columnas de mármol delataban que en el inmueble hubo un original pabellón octogonal; si se hubiera conservado sería una de las obras más notables de la arquitectura nazarí, pero ya estaba desbaratado cuando en el edificio nació el historiador Manuel Gómez-Moreno Martínez. Luego el inmueble sufrió sucesivas transformaciones que lo desvirtuaron, hasta que en 1975 fue derribado para hacer la Residencia San Rafael.

Otras muchas viviendas del Albaicín tenían elementos andalusíes que se perdieron al ser demolidas. De unas conocemos su nombre y ubicación (casa de la Columna, casa de la placeta de Fátima nº 22, casa de la calle Bravo nº 1, casa de la calle San Luis nº 12…), pero de otras sólo tenemos noticias tan confusas como las que un redactor del periódico El Granadino nos dio en 1848 al relatar como un “monumento precioso de arquitectura árabe, que se encuentra copiado en todas las colecciones de vistas granadinas, de España y del estrangero (sic)” fue desmantelado para aprovechar sus materiales, o como cerca de la iglesia de El Salvador se derribó otra notable casa de la que un particular aficionado a las antigüedades compró “tres arcos primorosos de los que adornaban las puertas de los cenadores del patio”.

Más lamentable fue el derribo de la casa de la placeta Villamena nº 3 en 1945 en cuyo solar autorizara el ayuntamiento la construcción de un retórico edificio de aire neo-imperial. Se trataba de un notable palacio del siglo XIV que había sufrido importantes reformas posteriores, pero que aun conservaba un aljibe y bellos ornamentos de los pórticos del patio. No menos lamentable es la destrucción del gran albercón que complementaba el Alcázar Genil y en el que los reyes nazaríes se deleitaban con la simulación de batallas navales. Parte de este albercón fue arrasado por las obras del camino de Ronda, y lo que quedaba, se destruyó en tiempos recientes por la construcción de unos bloques de viviendas. En la actualidad se ha recuperado una parte importante de esta alberca, de grandes dimensiones, que se ha dejado al descubierto en la estación de Alcázar del Genil para poder ser visitada.

Fueron las reformas urbanas, en particular los ensanches de calles y apertura de nuevas vías, lo que más estragos provocó en el patrimonio arquitectónico y en la trama urbana medieval durante el siglo XIX. La destrucción de casas y puentes de la pintoresca Riberilla -para dar a luz una anodina calle- fue la pérdida más lamentable que ha sufrido Granada desde la perspectiva del pintoresquismo urbano.

El embovedado se fue haciendo por fases desde plaza Nueva hacia el río Genil. El Puente del Baño de la Corona, el más importante de los que hubo sobre el Darro, había sido ampliado por los cristianos para formar la plaza y sobre el viejo arco del puente elevaron un edificio de cinco plantas que mitigaba las corrientes de aire frío que hacen tan riguroso el invierno en esta parte de la ciudad. Más abajo estaban los sencillos puentes de San Francisco y del Carbón, cuyas roscas de dovelas de piedra y toscos pretiles los asemejaban a los que hoy podemos ver en la Carrera del Darro. Próximo al actual edificio de Correos se encontraba el Puente del Álamo o de los Curtidores. En tiempos musulmanes es probable que formara parte de la muralla y tuviera un rastrillo para impedir el paso por el cauce del río. En 1875 pereció el Puente de Santa Ana o del Cadí, esta vez para ampliar Plaza Nueva a costa de recortar la Carrera del Darro. Todos los puentes desaparecidos eran de un solo ojo y en su arquitectura mostraban en forma de reparos estratificados la historia de las crecidas del río. El derribo de murallas fue una de las medidas características del urbanismo decimonónico. Dado que las antiguas fortificaciones habían perdido su función militar, con su demolición se podían abrir nuevas calles y “embellecer” la ciudad según los criterios de la época.

 

En Granada fueron el deseo de mejorar el tráfico, la regularización del caserío o la especulación de algún particular, las razones que llevaron a destruir numerosas puertas y algunos tramos de lienzo de unas murallas que la ciudad había desbordado en los siglos precedentes.

 

Puerta de la Alhacaba en la calle Elvira (Meldhal, 1860).

La Puerta de Elvira, que hoy está reducida a un gran arco, era en realidad una pequeña fortaleza en la que varias puertas distribuían a las personas en diversas direcciones. Por ser un lugar muy transitado, a lo largo del siglo XIX esas puertas fueron destruidas, entre ellas la Puerta de la Alhacaba, cuyo arco de herradura apuntado era de fábrica zirí.

También había sido edificada por los ziríes la Puerta del Sol, abierta dentro de una sólida torre y llamada así por estar orientados sus arcos a saliente y poniente. La puerta formaba parte de la muralla que descendía de las Torres Bermejas separando los barrios del Mauror y el Realejo, y fue arrasada en 1867 sólo para regularizar este lugar poco transitado de la ciudad.

 

El castillo nazarí de Bibataubín sufrió una profunda remodelación en el siglo XVIII para convertirse en cuartel. Se eliminaron el foso y algunas de las torres, y se enmascaró lo demás, incluido el gran torreón poligonal que todavía se conserva. Una elevada torre que se alzaba junto a la plaza de Mariana Pineda fue lamentablemente destruida en 1967 para hacer un bloque de viviendas. Anexa al castillo estaba una puerta de la muralla de la ciudad en la cual los cristianos habían instalado una capilla dedicada al Nuestra Señora de los Remedios. Su derribo fue proyectado por el ayuntamiento en vísperas de la Guerra de la Independencia, aunque fueron finalmente los franceses los que dieron en tierra con ella. Las tropas napoleónicas también desmantelaron, y después dinamitaron, la Torre del Aceituno. A finalizar la guerra se elevó allí un pequeño oratorio de estilo neoclásico, la ermita de San Miguel Alto, que difumina el perfil militar de esa parte de la ciudad.

 

Ilustración de la Puerta de las Orejas en su ubicación original, que realizó David Roberts, alrededor del 1834.

Restos de la Puerta de las Orejas que se pudieron rescatar y que se encuentran en la actualidad en el bosque de la Alhambra.

Próxima a la Plaza Bibarrambla se ubicaba la Puerta de las Orejas, conocida así en tiempos cristianos por la inicua costumbre de colgar miembros amputados de los delincuentes. La puerta consistía en una gran torre cuadrada en la que se abría un monumental arco apuntado con dovelas de piedra, tras el cual había un arco más pequeño de herradura y un pasadizo en recodo. Los cristianos le añadieron una capilla y así es como fue dibujada por artistas románticos, que veían en ella uno de los rincones más atractivos de la ciudad. No fueron de la misma opinión los alcaldes y arquitectos municipales de la segunda mitad del siglo XIX, para los cuales constituía un estorbo en una zona sometida a regularización; además había un influyente particular interesado en su desaparición para revalorizar su finca.

Tras varios intentos frustrados de derribarla, incluido uno en 1873 que logró frenar el presidente de la República Pi i Margall, y a pesar de que fue declarada monumento nacional, la puerta fue sorpresivamente demolida en 1884. El alcalde celebró su logro con el lanzamiento de cohetes, mientras la Comisión de Monumentos presentaba indignada su dimisión. Durante el derribo del Arco de las Orejas lograron rescatar los restos de cantería, con los cuales Torres Balbás reconstruyó parte de la puerta en el bosque de la Alhambra, donde permanece camuflada por la vegetación.

 

Parecida a esta puerta era la del Pescado, edificada a finales del siglo XIII y cuyo nombre se lo pusieron los cristianos por ser el lugar de entrada del pescado procedente de la costa granadina. Según descripción del dramaturgo y político liberal Martínez de la Rosa, constaba de un paso abovedado con tres arcos. La puerta, junto con la tribuna que se le había adosado y parte de la muralla que enlaza con el Cuarto Real de Santo Domingo, fue derribada a mediados del siglo XIX. Al igual que la anterior, la Puerta de los Molinos formaba parte de la muralla que protegía el arrabal de los Alfareros, actual Realejo, y estaba al final de la cuesta homónima. Demolida en 1833, nada sabemos de la fisonomía de una puerta por la que penetraron las tropas de los Reyes Católicos ante la congoja de la población musulmana.

Algunos conventos, como el jesuítico Colegio de San Pablo o el convento de Santa Cruz la Real, tenían sus fincas delimitadas por largos tramos de lienzos y torres. La exclaustración de esos cenobios supuso la desaparición de éstos, en el primer caso para la creación del jardín botánico y en el segundo para la apertura una calle. También en el Albaicín la secularización de los conventos de Agustinos Descalzos y Mínimos de la Victoria acarreó la destrucción de las murallas que pasaban junto a sus huertas, transformadas en jardines de cármenes.

En cuanto a las mezquitas, podríamos hablar de decenas las que fueron derribadas para edificar iglesias en el proceso de implantación del catolicismo en esta nueva Jerusalén que, a decir de los retóricos cronistas del Antiguo Régimen, era la ciudad del Darro. Difícil sería señalar cuántas de aquellas mezquitas tenían una amplitud espacial y una riqueza ornamental suficientes como para destacar sobre la habitual sencillez de los oratorios andalusíes. De inmediato pensaríamos en la mezquita mayor del Albaicín, que el viajero Abd al-Bassit calificó como “maravillosa” y que a poco de la conquista Jerónimo Münzer describió como “una bellísima mezquita, de ochenta y seis columnas exentas”. Hoy sólo conservamos su ameno patio con limoneros.

Más antigua y tosca, pero de un inestimable valor, era la Mezquita aljama de Granada, edificio zirí cuya sala de oración estaba formada por un bosque de columnas de cada una de las cuales arrancaban cuatro arcos para sostener pequeñas bóvedas. Tres puertas le daban acceso, más otra que comunicaba con la vivienda de los alfaquíes, y en su patio había una gran pila de agua para las abluciones.

Francisco Heylan, «Detalle de la Torre Inhabitable Turpiana, ca. 1610. Archivo de la Abadía del Sacromonte de Granada.

Francisco Heylan, «Detalle de la Torre Inhabitable Turpiana”

La mezquita aljama perdió a finales del siglo XVI su alminar, conocido entonces como Torre Turpiana y en cuya base aparecieron los primeros hallazgos de ese largo culebrón conocido como el fraude de los Libros Plúmbeos del Sacromonte. La sala de oración, sin embargo, se conservó como iglesia del Sagrario, con sus naves perimetrales convertidas en capillas, tal y como podemos ver aún hoy en la mezquita de Córdoba. Desgraciadamente, a principios del siglo XVIII el cabildo eclesiástico tomó la decisión de derribarla y construir un templo barroco según proyecto de Hurtado Izquierdo, modificado más adelante por José de Bada. Aunque el nuevo edificio era de notable arquitectura, es indudable que la mezquita aljama, por cuyas arcadas habían pasado las generaciones de siete siglos, constituía un edificio único en su arquitectura.

Diseño hipotético de la portada de la Medersa granadina (actual Palacio de la Madraza).

Próxima a la mezquita aljama se encontraba la Madraza, universidad coránica reconvertida por los castellanos en sede del cabildo municipal. Si bien el inmueble había sido objeto de obras para adecuarlo a su nueva función, fue en 1722 cuando una profunda reforma destruyó u ocultó la arquitectura musulmana. Al edificio se accedía por una puerta con inscripciones de la cual quedan algunos restos que pueden verse en el Museo Arqueológico. Un patio daría acceso a las aulas, las habitaciones y el oratorio, el cual puede visitarse muy restaurado.

Un sencillo tipo de construcción a la vez religiosa y funeraria del que podemos encontrar centenares de ejemplos en Marruecos, pero que ha sido prácticamente borrado de las antiguas tierras de al-Andalus, es el morabito. Estos edificios, elevados para perpetuar el recuerdo de algún musulmán de vida ejemplar, se componen normalmente de una sola sala cuadrada cubierta por una cúpula. De los muchos morabitos que debió tener Granada sólo dos se habían conservado gracias a su uso como ermitas. Uno es el de San Sebastián, todavía en pie, y otro el de San Antón el Viejo, situado en un promontorio cerca del Puente Verde y que al parecer estuvo decorado con alicatados. Los frailes de San Antón cuidaban la ermita, pero con la desamortización el edificio fue vendido a un particular que lo derribó; ya para entonces había desaparecido la popular romería que todos los 17 de enero visitaba el edificio.

Componente esencial de la configuración urbana, —los baños— eran muy abundantes en las grandes ciudades de al-Andalus. Sin embargo, numerosos historiadores han señalado que las epidemias de peste de mediados del siglo XIV generaron en la Europa cristiana un gran recelo hacia el agua, pues se consideraba que penetraba en la piel y transmitía enfermedades. Si a esto le unimos los recelos religiosos hacia una costumbre que se consideraba hedonista —ya en los tiempos romanos fueron muchos los estoicos y cristianos que presumían de no acudir a las termas—, podemos comprender que la higiene se redujo a lo imprescindible entre los castellanos que conquistaron el Reino de Granada.

Los baños fueron cerrados en los primeros tiempos de la dominación cristiana, pero no destruidos, porque eran construcciones de sólidos muros y bóvedas que podían albergar almacenes, lavaderos, subdividirse en viviendas o incluso convertirse en sótanos de nuevos edificios levantados sobre ellos. Así, muchos fueron los baños que llegaron hasta tiempos contemporáneos, aunque desgraciadamente las reformas urbanas y el proceso cada vez más rápido de renovación arquitectónica, ha supuesto la desaparición de varios de ellos.

 

Todavía quedan ruinas del suntuoso baño que fue popularmente conocido como Casa de las Tumbas, junto a la calle Elvira. A principios del siglo XX era un edificio que se conservaba completo, pero dividido entre varios propietarios que lo fueron derribando. Podemos lamentar sobre todo la pérdida de su espaciosa sala templada, cuyos nueve arcos apuntados eran sostenidos por columnas de distintas épocas.

Una historia muy similar puede contarse del baño sito en la albaicinera calle del Agua, el más grande que tuviera la ciudad y cuyos restos muy mutilados están repartidos hoy entre cuatro viviendas. Peor suerte tuvo el baño del arrabal de los alfareros, cuya última sala en pie fue destruida en 1967; era un baño de grandes dimensiones del que recientemente se han excavado algunos restos arqueológicos. Mucho antes, durante las obras de la Gran Vía, pereció el Baño de la Zapatería, edificio que se conservaba en buen estado repartido entre varias casas, pero que fue precipitadamente demolido sin que pudiera estudiarse bien.

Portada del hospital árabe de Granada, el Maristán.

Uno de los edificios cuya pérdida más hemos de lamentar es el Maristán, hospital para enfermos pobres construido en el momento de apogeo del arte nazarí. El edificio contaba con una bellísima portada, de la cual podemos ver hoy una reproducción a escala en el Museo Arqueológico Nacional, y un gran patio rectangular del cual se conserva una galería en pie y el arranque hasta la cintura de las demás. En el estanque del centro del patio, hoy pendiente de excavación, vertían agua los dos leones que podemos ver en el Museo de la Alhambra. El edificio había sido ceca, corral de vecinos, cuartel y cárcel, pero ni su valor histórico ni el artístico pudieron impedir a su dueño que a mediados del siglo XIX lo derribara. Los importantes restos que conservamos y la detallada documentación gráfica que se elaboró antes de su derribo justificarían su reconstrucción.

Para alojar a comerciantes y campesinos que acudían al zoco con sus mercancías se construyeron alhóndigas, llamadas funduq en Marruecos. De las que tenía Granada sólo nos ha llegado la conocida como Corral del Carbón, actual sede de la Fundación El legado andalusí. Según hipótesis del arquitecto Carlos Sánchez, es probable que hubiera una en plaza Nueva, un edificio que los Reyes Católicos transformaron en el hospital de la Encarnación. En los grabados del siglo XVIII llama la atención una imponente balconada de madera que recorría toda su fachada y sabemos que en el interior había buenas armaduras y un austero patio. Desgraciadamente fue derribada en 1944 para ampliar la plaza. La Alhóndiga Zaida era un antiguo edificio nazarí adaptado para ese uso por los colonizadores. Aunque llegó transformado y mermado al siglo XIX, seguía conservando interesantes restos musulmanes hasta que un incendio accidental lo destruyó en 1856, propiciando la construcción del edificio El Suizo. En el Museo de la Alhambra puede verse un bello capitel del siglo XIV salvado de las ruinas.

Plano de alineación de un sector de la Alcaicería (Juan Monserrat y Vergés, 1884).

Otro incendio fortuito destruyó la parte occidental de la Alcaicería en 1843, mientras que la parte oriental fue víctima en las décadas siguientes de la realineación de sus calles, lo cual obligó a derribar todos los edificios, incluida la Aduana de la Seda, que contaba con un arco decorado con yeso y algunas techumbres de interés.

La Alcaicería era un ámbito del zoco cerrado con puertas para proteger las valiosas mercancías. En sus angostas callejuelas había dos centenares de pequeñas tiendas cerradas con portones de madera que se desmontaban e incluso ponían como aleros. En su intrincada trama no faltaban los rincones pintorescos e incluso había una pequeña mezquita que fue reedificada como ermita, acción sacralizadora que los cristianos completaron con la colocación de hornacinas sobre los arcos de entrada al recinto. La reconstrucción de la Alcaicería a partir de 1844 fue dirigida principalmente por el arquitecto José Contreras, famoso por haber iniciado en la Alhambra una dinastía de restauradores que sustituía las ornamentaciones originales por copias fieles. Esta habilidad para copiar las yeserías fue empleada en la Alcaicería, reedificada como una galería comercial neoárabe en la cual las tiendas tienen una estructura copiada de las tabernae del mundo romano antiguo. La nueva Alcaicería era muy distinta de la musulmana, pero hoy vemos en ella un ejemplo pionero de la arquitectura orientalista que tan en boga estaría en las décadas siguientes.

Epílogo

Con el derribo de un edificio se pierde un trozo de la historia de una ciudad y de las personas que la poblaron. Si ese edificio forma parte de una urbe que fue capital del reino taifa zirí, capital del al-Andalus almorávide y capital del reino nazarí, estamos hablando de la desaparición de un importante capítulo de la historia medieval hispana. Lo trágico de la destrucción del patrimonio histórico es que se hace casi siempre por motivos tan mezquinos como la especulación de un particular o las miméticas adecuaciones a la moda. Otras veces, cuando se alegan los intereses colectivos, como el ensanche o apertura de una calle, con el tiempo se descubre que fue mayor el mal que el bien. Frente a las numerosas voces que en España se han elevado y siguen elevándose para denunciar los problemas urbanos de las ciudades históricas o justificar las destrucciones como el inevitable precio del progreso, baste señalar que los retos que ha ofrecido siempre la conservación de Granada son una minucia comparados con aquellos a los que se ha tenido que enfrentar Venecia, y sin embargo la ciudad italiana se ha conservado mucho mejor, y nadie discutirá que para bien.

Desde que en tiempos del Romanticismo Granada se convirtió en un referente, los tres principales elementos de su fascinante configuración han sufrido suertes muy distintas. Sobre la necesidad de preservar la Alhambra ha existido amplio consenso y se conserva en excelente estado. Peor suerte ha tenido el paisaje agreste y contrastado que circunda la ciudad, víctima de graves estragos. En cuanto a la ciudad pintoresca, hemos dado aquí un repaso a las pérdidas que ha sufrido su patrimonio medieval y podemos decir con fundamento que lo destruido ni es poco ni es secundario.

Los viajeros románticos conocieron en un estado de degradación aparentemente irreversible edificios que, como el Corral del Carbón o el Bañuelo, ahora podemos vanagloriarnos de tener restaurados y abiertos al público. Lástima, sin embargo, que no podamos cruzar los puentes de la Riberilla, sentarnos en un cenador del palacio de Cetti Meriem o vernos reflejados en el estanque del Maristán.

 

Juan Manuel Barrios Rozúa
es profesor de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Granada
y autor del libro Guía de la Granada desaparecida (editorial Comares, 1999).

Share This