Arcos de la Frontera, dragón de cal y canto

Arcos de la Frontera, en la Ruta de Almorávides y Almohades, sobresale entre la serranía de Cádiz y la campiña jerezana como si fuese un barco encallado. Los romanos le dieron el nombre de Arx Arcis, que significa “fortaleza en altura”. Arkos, en época andalusí, fue una ciudad floreciente. Tras la caída del califato omeya pasó a ser una taifa gobernada por un rey de origen bereber llamado Ben Jazrum.

La niebla, levantándose, nos ha dejado desde el último cambio de rasante de la carretera de Gibalbín, la visión de Arcos de la Frontera convertida en dragón, con la cabeza en Santa María y la cola en las casas que se despeñan, ya suavemente, por detrás de San Agustín.

Llegamos en los días en los que las mujeres han quedado para reunirse en la zambomba[1] y volver a cantar los viejos villancicos con versos barroco-conceptistas de los siglos XVII y XVIII, cultura anual de las que aún no necesitan de subvenciones y patrocinios y que desgrana en las noches de Adviento las ingenuas estrofas:

Por el camino de Egipto a Nazaret

caminan Santa María y San José

y el Niño de sus amores

huyendo del rey Herodes

van los tres

y al tiempo que van andando,

mire usted,

le cantan los ruiseñores.

 

[1] Nombre con el que se denominan en Arcos de la Frontera a las fiestas navideñas que tienen lugar en los días anteriores a la Nochebuena.

 

La Corredera cruza de parte a parte, como indica su nombre, lo que en muchas partes   ̶ de Fez a Praga ̶   se llamaría “la ciudad nueva”, que ya no lo es tanto porque en sus casas las arrugas del tiempo comienzan a marcar siglos. Aquí, en el terreno llano, se corre desde siempre el Toro del Aleluya la mañana del Domingo de Resurrección, uno de los pocos jirones de las corridas populares que se llevaban a cabo en los días señalados del año.

En el punto donde se alzaba hasta hace 150 años la Puerta de Jerez, comienza también la Cuesta de Belén, que anuncia con mansiones como la del Conde del Águila el gótico flamígero, verdadero señor de la ciudad.  Extraño gótico, casado con el mudéjar por medio del alfiz que se impuso a las ojivas desterrándolas y, sobre todo, por la mezcla de cal y cantería. A su lado se halla el Hospital de San Juan de Dios y casas con macetas en patios enjalbegados cada año, donde la cal echa fuera, con descaro, su propia personalidad. Los arcos, que cruzan de acera a acera, contrafuertes para que los edificios resistan sobre la peña, se suceden uno tras otro.

Una calleja marca los límites entre la sobriedad exterior del castillo y las filigranas en piedra de la iglesia de Santa María la Mayor, una de las dos “catedrales” de la ciudad. Junto a esta puerta de esplendor escondido, incorporada mágicamente a su fachada, una piedra llegada desde los tiempos de Roma es tal vez el resto más antiguo y el testimonio   ̶ bellamente cubierto de líquenes ̶   de que el emplazamiento de Arcos no pasó desapercibido a los hombres del imperio por antonomasia.

Subiendo los escalones del último tramo, hemos llegado a la que es, seguramente, una de las plazas más bellas de Andalucía, la del Cabildo.

La mole del castillo no tiene el empaque de la fachada-torre de la iglesia, pero domina el espacio y empequeñece el edificio del ayuntamiento. Es el documento de identidad de que Arcos, antes que “de la Frontera”, fue cabeza de una de las taifas, la de los Beni Jazrum, en las que se partió, o quizás se vertebró, al-Andalus. El adarve que sube hasta la puerta del castillo, permanentemente cerrada a cal y canto, es umbrío. En todo caso, por debajo de todo, prevalecen los aires andaluces del balcón por el que Arcos se asoma a la desmesurada llanura que empieza o termina en el serpenteante Guadalete.

Río mitológico al que habría que sonsacar muchos secretos, saber si fue verdad   ̶ o no ̶   esa batalla que rellena la terra ignota de los libros de Historia y que, en definitiva, marcó y sigue marcando la de España entera. Arcos, como la gran mayoría de las ciudades medias andaluzas, es el fruto cruzado de todo aquello.

Cuando a finales del siglo XII el geógrafo al-Idrisi escribía su Descripción de España, las rutas en lo que hoy es el territorio de Andalucía estaban todas jalonadas de ciudades situadas a una jornada de camino, más o menos, unas de otras. Casi seguimos encontrando ahora las mismas con los mismos nombres, aunque adaptados a la fonética castellana, y casi todas ellas deben su esplendor a los siglos medievales, con un pie en la cultura de al-Andalus y otro en la “nueva Castilla”, bajomedieval o renacentista, que fue Andalucía.

El emplazamiento singular y el paisaje de ciudades como esta fueron casi siempre un factor importante a lo largo de los siglos para la guerra y la defensa, para el comercio, para cuanto se desprendía de la cultura agraria. Todas tenían su razón de ser. Son medias no por su tamaño, sino por su personalidad de “ciudades-frontera”. Fronteras entre siglos, entre civilizaciones, entre cuencas fluviales, entre el olivo, el trigo, la vid y el naranjo lorquiano… entre ellas mismas. El romancero, forjado verso a verso en esos siglos, lo pregona.

Ahora, en medio de una semana cualquiera y al caer el otoño, el Parador Nacional es un remanso de paz en el que los balcones de madera asomados al precipicio se visten con rasgos de celosías ancestrales y permiten ver el territorio que parió las tres casas ducales que dominaron la Andalucía americana. Porque, mientras los Alba se batían en los Países Bajos, desde Sanlúcar hasta Úbeda pasando por Jerez y Sevilla “reinaban” tres linajes: el de Medina Sidonia, el de Arcos y el de Alcalá de los Gazules, tres picos de esta llanura abarcable ahora con la simple mirada.​

En su solysombra las paredes de la calle de los Escribanos revientan de matices grises moteados de rojo por los geranios y el convento de las Mercedarias Descalzas exhala aromas de dulces navideños. No hemos podido resistir la tentación y con un “Ave María Purísima” nos hemos encontrado preguntando el precio de los pasteles de piñones y de almendras para poder seguir haciendo el camino.

Este nos lleva a lo que fuera una iglesia de jesuitas sin terminar o derruida hasta la mitad de su muro, cuyo recinto sirve hoy de Plaza de Abastos de las de antes, con los productos frescos y relucientes al alcance de la mano y los cortos pregones de los vendedores hendiendo la mañana.

A su lado, el Teatro Olivares Veas es una pieza rara, un singular edificio modernista en medio de una fronda gótica, mudéjar y barroca. Pero tiene gracia en sus líneas suavemente curvas, como escapadas de Viena y llegadas hasta aquí. En la honda calle de su costado, la de los Maldonado, predominan las casas de menestrales, de patios a los que difícilmente llega el sol, pozos llenos de misterio y aspidistras de verde lujurioso.

Por ahí se llega a la iglesia de San Pedro, después de pasar por la cancela que enseña al paseante el jardín andalusí del Palacio del Mayorazgo, en el que la arquitectura y la jardinería de nuestros días han querido recrear un concepto, más que conservar arqueológicamente algo del pasado.

La mágica montaña del exterior de la iglesia es desde aquí inabarcable; la estrechez de las calles que la circundan no la deja ver. Sólo desde la lejanía pueden vislumbrarse sus formas. En cambio, abre al que llega la solemnidad y riqueza de su interior con obras de los artistas más prestigiosos del quinientos y el seiscientos que competían con los de Santa María y reliquias de santos mártires romanos de cuerpo entero, traídas para probar la antigüedad de la ciudad en medio de suntuosas procesiones. Los duques presidían estos cortejos, pero vivían en Sevilla, en la plaza de los Ponce de León, centro de varias cuadrículas en las que imponían su poder llamándolas su barrio, lo mismo que otros linajes tenían el suyo.

Pero esta calle, que es en realidad la misma que parte de la plaza, va ahora descendiendo lentamente y derramándose en las adyacentes, con sólo algunos pequeños repechos hasta San Agustín   ̶ ya en la Peña Vieja ̶ ,  un templo casi de arrabal, aunque esté por detrás de la Puerta Matrera, la única que queda en el recinto amurallado. San Agustín, sin embargo, se convierte en el centro de la ciudad en la Semana Santa porque de aquí parte y aquí vuelve Jesús el Nazareno, la encarnación en esos días de lo que son durante el resto del año las aspiraciones, los deseos y los sentimientos de todo el pueblo.

A lo lejos se divisa la mole de la Sierra del Pinar de Grazalema sobresaliendo sin complejos por detrás de Villamartín y Prado del Rey. Con su visión volvemos a perdernos por las calles hasta llegar a los patios de piedra del Palacio del Mayorazgo, profundos, con ventanas altas cuyos cristales reflejan las cresterías de los de la acera de enfrente. Echamos un vistazo al antiguo Colegio de las Nieves y nos paramos a descansar un rato, junto a la casa palacio de Juan Cuenca, en la Plaza del Cananeo, donde parecen escucharse aún las estrofas de los Autos Sacramentales de Calderón de la Barca. En medio de estas casas, ni grandes ni pequeñas, que conservan la solera del tiempo, se percibe el sabor nostálgico de esta ciudad, un dragón de cal y canto que duerme sobre los siglos

 

Antonio Zoido
Es escritor

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