Paseos por Sevilla

 

¡Oh río  de Sevilla! ¡No volverá nunca aquella época, aunque sólo sea en ensueños?

Al- Kutandi. Poeta andalusí (siglo XII)

El cúmulo de sensaciones que la capital andaluza despierta en el viajero es privilegio de tan sólo algunas ciudades del mundo. Pocos son, como fueron ayer, los que no sucumben desde el primer instante a sus encantos, a su hospitalaria atmósfera meridional, al refinamiento de su arte, arquitectura y urbanismo, a la profundidad de su historia y a su leve aire romántico, teñido de sensual exotismo. Buen pórtico para una ruta dedicada a Washington Irving, que residió en la ciudad y vio en ella retazos de Las mil y una noches.

Las raíces de Sevilla se hunden en una mítica nebulosa tres mil años atrás, cuando, según dice el lema, «Hércules la fundó». Ocupando una estratégica situación en el punto justo donde el Guadalquivir se abre a la influencia del océano, en una inmejorable posición para el comercio tanto terrestre como marítimo, germinó en los primeros siglos del primer milenio a. C., integrada en el reino de Tartesos y en la órbita de las colonias fenicias. Más tarde, la presencia cartaginesa cedió el paso a Roma. Híspalis, la vieja Sevilla, se convirtió en una de las capitales de la próspera provincia de la Bética, frente a su vecina y aristocrática rival, Itálica, cuna de Trajano y Adriano. En época visigoda sostuvo su preeminencia, destacando hacia el siglo VI como uno de los focos del saber más activos de Europa.

Incorporada al dominio musulmán en el 712, fue efímera capital del incipiente estado de al-Andalus, hasta su traslado a Córdoba. Ishbiliya, la Sevilla andalusí, rivalizaría con esta otra gran urbe del Guadalquivir, sublevándose a menudo contra sus gobernantes. Al fin, la desmembración del califato en el siglo XI redundó en el esplendor de Ishbiliya, bajo la égida de la dinastía árabe de los abbadíes, que la hicieron corte del mayor y más poderoso de los reinos de taifas andalusíes. Al-Mutadid y su hijo al-Mutamid, el célebre rey poeta, rigieron su apogeo, fomentando un extraordinario florecimiento cultural y artístico. Era ya la corte donde todo iba a parar, un emporio cosmopolita en plena encrucijada de mares y continentes. Los imperios magrebíes de almorávides y almohades catapultaron luego la importancia de Ishbiliya y le dieron su configuración urbana definitiva. Mientras los almorávides trazaron el dilatado perímetro de murallas que habría de delimitar, hasta hoy, su amplio casco histórico, los almohades la encumbraron como sede de su imperio en al-Andalus. Desde el siglo XII, Sevilla se contó entre las primeras ciudades de Europa. El ocaso de la brillante etapa musulmana de Ishbiliya sucedió en 1248, al rendirse ante Fernando III. Junto con Sevilla cayó todo el Bajo Guadalquivir. Sirve entonces, otra vez, de sede principesca, quedando prendada su historia, y su leyenda, de manera especial de la figura de Pedro I, que acuñó en su corte sevillana una feliz síntesis con la asimilación de las corrientes del islam hispano.

Con el descubrimiento de América, la ciudad aborda su cénit, nueva Babel donde se funden gentes de todo el mundo. Décadas doradas que, en su declive, conducen al siglo romántico, a la ciudad tradicional que deleita a los viajeros por sus costumbres y su amable fisonomía. Escritores, pintores y dibujantes, simples turistas, se dejan seducir en masa desde los arranques del XIX, cautivados por la ensoñación de sus mitos -Don Juan, Fígaro, Carmen-, por sus gentes, por el embrujo de calles.

1. De la Torre del Oro al Alcázar

El Río Grande, el Guadalquivir, que compone la fachada más abierta y amplia del casco histórico, es un adecuado punto de partida para visitar la ciudad. Desde el inicio del recorrido salta a la vista la impronta de al-Andalus, cierto toque oriental que flota en la atmósfera, en la trama urbana, en rincones y monumentos.

El soberbio baluarte poligonal de la Torre del Oro, que destaca en el paseo de Colón señalando el antiguo puerto, fue levantada por los almohades hacia 1221. Hecha de sillería, con una torreta de ladrillo y azulejos, alberga un curioso Museo Naval donde se subraya la estrecha relación que siempre ha mantenido Sevilla con el río y la navegación. La torre formaba parte del dispositivo defensivo de la ciudad andalusí, conectándose por murallas y torres, como la de la Plata, en la calle Santander, con la muralla urbana y las fortificaciones del Alcázar. En estos antiguos y animados barrios portuarios, desde la torre del Oro al Arenal, se distinguen numerosos puntos de interés, como las Atarazanas, espaciosas naves destinadas a arsenal naval y almacenes de origen probablemente almohade y reconstruidas por Alfonso X. A su lado están el postigo del Aceite, fragmento de la cerca amurallada, y la fachada con paneles de azulejos del Hospital de la Caridad; tanto su edificio barroco, del XVII, como sus tesoros artísticos -con pinturas de Murillo y Valdés Leal requieren la más pormenorizada atención. Al borde del paseo de Colón se suceden el Teatro de la Maestranza, el foro musical de Sevilla, y un poco más allá, la catedral taurina, la plaza de Toros de la Maestranza, levantada a partir del siglo XVIII. Sus tendidos, abiertos al público junto con un interesante Museo que desgrana aspectos de la historia de la fiesta, fueron, y son, lugar de cita obligado del visitante, inevitablemente atraído por el magnetismo del espectáculo. En el vértice meridional del casco antiguo, cerca del río, se concentra el núcleo monumental de Sevilla, donde se yuxtaponen el Archivo de Indias, austera pieza herreriana de fines del XVI que preserva la documentación fundamental de la América hispana, el Triunfo, los Alcázares y la Catedral con la Giralda. El núcleo que forman tanto el Archivo de Indias como los Reales Alcázares, conjuntamente con la Catedral, fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1987.

Los Reales Alcázares articulan un extenso complejo palatino fortificado. Según los modos de la construcción andalusí, es fruto de la adición y reforma de obras sucesivas, que se combinan en un exquisito laberinto de espacios, estilos y materiales. A partir del recinto califal, dar al-Imara, levantado a principios del siglo IX sobre los cimientos de otros edificios y defensas anteriores, los reyes abbadíes, los almohades, y después Alfonso X, Alfonso XI, Pedro I, los Reyes Católicos, Carlos V, Felipe V e Isabel II, acometieron importantes intervenciones. La obra primitiva se observa en las murallas exteriores, cercando la antigua plaza de armas del Patio de Banderas. La entrada principal, la puerta del León, conduce de inmediato a la Sala de la Justicia, de primorosa filigrana mudéjar del XIV, y al patio del Yeso, Salones del Alcázar y galería del patio de las Doncellas, a la derecha flanqueado por las arquerías de un palacio almohade. El patio de la Montería aparece dominado por la espectacular fachada interior del Alcázar, la del Palacio de Pedro I, el legendario monarca que mandó labrar en la segunda mitad del siglo XIV una fastuosa residencia, la más preciada joya del arte mudéjar. Su entrada en recodo franquea el paso al sector de vivienda, en torno al bello patio de las Muñecas. El sector oficial se sitúa anexo, centrado por la maravillosa estancia del Salón de Embajadores, basada en la legendaria sala de las Pléyades del rey al-Mutamid, con bóveda de media naranja, alicatados y arquerías. A sus puertas, el patio de las Doncellas da luz a los espacios cortesanos, comunicando con el palacio Gótico levantado por Alfonso X reformado posteriormente; digna de mención es la colección de tapices flamencos que cuelga en su muro. Más allá queda la exuberante vegetación de los jardines del Alcázar: el misterioso, subterráneo, jardín del Crucero, la galería de los Grutescos, con su abigarrado ornato manierista que recubre la muralla almohade, el cenador de Carlos V, perfecta síntesis de mudéjar y renacimiento, y el del León, puro decorado barroco, el jardín íntimo donde una inscripción recuerda al poeta al-Mutamid, los parterres, estanques, setos, árboles, que crecen hasta las murallas.

2. De la Catedral, por Santa Cruz y Centro a Pilatos

La Catedral de Sevilla, el mayor templo gótico de la Cristiandad se asienta sobre la mezquita aljama levantada por los almohades a fines del siglo XII. Plantada sobre una vasta parcela rectangular, de la obra primitiva mantiene aún el patio de abluciones, de los Naranjos, con galerías de arcos de herradura apuntados, al pie del esbelto alminar de la Giralda. La torre, símbolo de la herencia hispanomusulmana y del mestizaje cultural, fue construida en tiempos de los califas almohades Yusuf y al-Mansur, concluyéndose en 1198. En 1568 Hernán Ruiz le añadió un cuerpo de campanas renacentista, rematado por una veleta con la figura que le da nombre. En cuanto a fechas y estilos, forma una excepcional trilogía con las torres de la Kutubiyya de Marrakech y Hassan de Rabat. Al lado sobresale el buque del templo cristiano, erigido a partir de 1401.

Hasta los comienzos del XVI se labró su espaciosa estructura gótica con bóvedas de crucería, sumándosele entre el XVI y XVII otros ámbitos imbuidos de clasicismo, como la Capilla Real, Sala Capitular, Sacristía y el Sagrario. De primer orden es el patrimonio que preserva, desde el Retablo Mayor a las obras firmadas por Martínez Montañés, Pedro de Campaña, Zurbarán, Murillo, Goya, y un sinnúmero de reconocidos artistas.

En el intrincado dédalo del barrio de Santa Cruz, delimitado por las murallas del Alcázar y la calle Mateos Gago, se condensan las esencias de Sevilla. En plazuelas como Santa Marta y Santa Cruz, en las calles Vida y Pimienta, en cada esquina de esta antigua judería palpitan sus mitos y su vivo pasado. En el número 2 del callejón del Agua se localiza además un hito mayor de la ruta, la casa con patio de columnas repleto de plantas donde vivió Washington Irving antes de partir a Granada. Entre la multitud de rincones sugestivos, desde tiendas y bodegas a edificios monumentales, destacan también la casa de Murillo, ejemplo de casa tradicional sevillana, y el Hospital de los Venerables, espléndida muestra del más puro barroco del XVII, con armonioso claustro y magistrales pinturas en la iglesia.

Merece la pena continuar el recorrido en agradable paseo por los Jardines de Murillo y rodear el perímetro exterior del Real Alcázar por la avenida de la Constitución, hasta llegar la Puerta de Jerez, junto al histórico hotel Alfonso XIII.

Jardines de Murillo ©Andalucia.org

Seguimos por la avenida hasta las monumentales plazas Nueva y de San Francisco, solar del Ayuntamiento, que exhibe un sector plateresco de inicios del XVI cuajado de relieves en piedra. Hacia la plaza del Duque arranca la arteria fundamental de la vida sevillana, la calle Sierpes, marcando el corazón del Centro. Área de la animación comercial y cotidiana por excelencia, está repleta de referencias de todo tipo: mientras en el Ateneo de la calle Tetuán tuvo lugar el acto de constitución de la Generación poética del 27 y en la calle Acetres nació Luis Cernuda, en la calle Cuna se sitúa el palacio de la Condesa de Lebrija, una de las más vistosas e interesantes mansiones de la ciudad.

Muy cerca, la iglesia del Salvador señala, a su vez, el punto neurálgico de la Sevilla primitiva. El majestuoso templo, edificado a fines del XVII, se asienta sobre la que fue primera mezquita mayor de la ciudad andalusí, construida en el año 830. En el patio adosado a la iglesia aún afloran columnas y capiteles de la obra musulmana, al pie del alminar transformado en campanario. La plaza del Pan, la peatonal Alcaicería, la Alfalfa, Candilejo y Cabeza del Rey Don Pedro, trazan el itinerario del casco urbano más añejo. La iglesia gótico-mudéjar de San Isidoro, la vistosa estampa neoclásica de San Ildefonso, la clausura del convento de San Leandro, obrador artesano de famosas yemas, se descubren al paso hasta recalar en otro de los recintos más señeros de Sevilla, la casa de Pilatos, modelo de casa-palacio señorial de raíces medievales. Con la irregularidad de distribución de los palacios mudéjares, despliega en su entresijo de patios y estancias el más rico repertorio de oficios y estilos artísticos. Aunque iniciada a fines del XV, fue el primer marqués de Tarifa quien, tras su peregrinación a Tierra Santa, impulsara su construcción desde 1521, prolongándose luego las reformas durante decenios. De tan magnífico conjunto residencial, que aúna formas mudéjares, góticas, renacentistas y barrocas, resaltan la portada tallada por artistas genoveses, el patio principal con danzas de arcos sobre columnas, esculturas y una galería de bustos, las estancias que lo flanquean, la monumental escalera, los interminables zócalos de azulejos, los salones con frescos pintados por Pacheco en la planta altar y los encantadores pabellones y jardines traseros, con fuentes, logias y antigüedades.

3. Por los barrios hasta la Macarena y el Museo

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A partir de las plazas e iglesias de la Encarnación, de San Pedro, donde fue bautizado Diego Velázquez, y de Santa Catalina, una portentosa mixtura de gótico-mudéjar y barroco, se tienden los barrios populares del casco antiguo, salpicados de iglesias, conventos, palacios y enclaves de castizo sabor. Son sus ejes principales las calles San Luis y Feria, solar del mercadillo del Jueves, que recuerda la actividad de los zocos andalusíes.

En esta área se agolpan las referencias históricas y monumentales, encabezadas por el palacio de las Dueñas, cerca de San Juan de la Palma, otra refinada mansión señorial levantada a caballo entre los siglos XV y XVI, en cuyos jardines transcurrió la infancia del poeta Antonio Machado. Al principio de San Luis, merecen reseñarse la iglesia de San Marcos, con su estilizado campanario a modo de alminar, y el monasterio de Santa Paula, fundación de 1473 cuyo museo y sectores visitables permiten sentir la placidez y hacerse una idea de los interiores conventuales; sus dulces artesanos son un aliciente añadido para la visita.

Calle San Luis abajo aparecen la antigua iglesia de San Luis, portento del barroco dieciochesco, y, casi enfrente, otra muestra del gótico mudéjar local, Santa Marina. En la paralela calle Feria, las espadañas de capillas, los comercios, el bullicio del mercado a la sombra de la iglesia de Omnium Sanctorum y el palacio del Marqués de la Algaba, ponen una nota artística y pintoresca.

El extremo norte del casco se asoma, por último, a la puerta y murallas de la Macarena, el tramo mejor conservado del recinto defensivo de más de siete kilómetros que levantaron los almorávides y reforzaron los almohades en el siglo XII. Junto a la puerta se yergue la basílica de la querida devoción de la Virgen Macarena; enfrente, campea la imponente fachada del antiguo hospital de las Cinco Llagas, obra maestra del renacimiento, de finales del XVI, que hoy acoge la sede del Parlamento de Andalucía.

De vuelta desde la Macarena hacia el río, el paseo se encuentra con la Alameda de Hércules, el ameno jardín urbano trazado sobre un brazo del río en 1574. Desde aquí hasta la orilla del Guadalquivir se suceden barrios acogedores, Santa Clara, San Lorenzo, San Vicente, llenos también de atractivos: desde los conventos de San Clemente y Santa Clara, que incorpora la romántica torre gótica del siglo XIII, de Don Fadrique, a las parroquiales de San Lorenzo, con la aneja basílica del Gran Poder, y de San Vicente, para terminar en el Museo de Bellas Artes, valioso edificio barroco cuyas salas albergan una importante colección pictórica que muestra un compendio estelar de la escuela de pintura sevillana, con numerosas obras de Murillo, Zurbarán, Valdés Leal, Pacheco y otros artistas.

4. Hacia Triana, la Cartuja y el Parque

Fuera ya del casco histórico amurallado se distingue, en la otra orilla, el barrio de Triana, reducto privilegiado del casticismo que atrajo sin excepción a todo viajero romántico.

Barrio y Puente de Triana

Sus hitos son el castillo de San Jorge, iniciado en el siglo XI por los musulmanes, luego sede de la Inquisición y ahora mercado, y la iglesia de Santa Ana, donde brilla en todo su esplendor la artesanía primordial de Triana, la cerámica. Aguas arriba queda el recinto, síntesis de historia y tecnología, de la Cartuja, en torno al viejo monasterio.

Al sur del casco antiguo se encuentran el barroco palacio de San Telmo, la descomunal fábrica de Tabacos, escenario romántico por excelencia donde trabajaban las cigarreras e inmortalizada por Prosper Mérimée en su Carmen, y la plaza de España, arropada por el parque de María Luisa. Adornan sus glorietas y avenidas los pabellones de la Exposición Iberoamericana de 1929, donde se alojan los museos de Artes y Costumbres Populares, en el Pabellón Mudéjar, y el Museo Arqueológico, ámbitos también de recomendable visita.

 

 

 

5. Alrededores

Sevilla ofrece en sus alrededores un rosario de puntos de interés que invitan a evocadoras salidas y escapadas al aire libre.

El Aljarafe

La suave elevación -como indica su nombre, del árabe as-Sharaf, collado, altozano- que domina Sevilla por el oeste fue uno de los distritos rurales más ricos y elogiados de al-Andalus, comparado por los poetas con una constelación de brillantes pueblos y caseríos blancos sobre un firmamento verde de campos cultivados, viñas y olivares. Hoy, un recorrido por el Aljarafe conduce a incontables rincones donde la tradición hispanomusulmana se destila en edificios monumentales, paisajes y modos de vida.

Al filo de la cornisa se sitúa San Juan de Aznalfarache, Hisn al-Famy, el castillo de Buenavista, convertida por el califa almohade Yaqub al-Mansur, el constructor de la Giralda, en una de sus ciudadelas favoritas, en la que celebraría, ante la espléndida vista que ofrece del valle y la capital de Guadalquivir, su victoria de Alarcos en 1195. Río abajo, al borde de las orillas, se desgranan Gelves, Coria y la Puebla del Río, puerta de las inmensas planicies de las Marismas y antesala del Coto de Doñana; a poniente, se encuentra un sinfín de pueblos y haciendas diseminadas entre los olivos.

Por aquí se descubren sitios como Cuatrovitas, hacia Bollullos de la Mitación, enclave mágico y quieto cuya ermita, destino de romerías, es una obra almohade de fines del siglo XII prácticamente intacta, Aznalcázar -con su elegante templo mudéjar, sus pinares y el despoblado de Castilleja de Talhara, también con su ermita mudéjar-. Sanlúcar la Mayor -con fragmentos de defensas andalusíes e iglesias del más depurado estilo mudéjar-, Valencina -con excepcionales sepulcros dolménicos-, Umbrete, entre tantos lugares repletos de atractivo.

Olivos y viñas

El Aljarafe, la histórica despensa de Sevilla, gozó de reputación desde antiguo por la calidad de su producción agrícola. Justa fama tiene su aceituna de mesa -con sus características gordales y manzanilla-, el excelente aceite de oliva y sus vinos -blancos, finos, olorosos- y otros caldos de crianza al estilo andaluz.

Itálica

Al lado de Santiponce, por la carretera N-630 a Mérida, se localiza uno de los principales yacimientos romanos de la Península: Itálica, la ciudad fundada por Escipión el Africano en el 206 a. C. para sus legionarios veteranos tras la derrota definitiva de los cartagineses en suelos hispanos. En esta aristocrática urbe nacerían los emperadores Trajano y Adriano. Este último la engrandeció promoviendo su ampliación a principios del siglo II. Tras su decadencia en época visigoda, Itálica se despobló.

A la llegada de los musulmanes, estos parajes recibieron la denominación de Taliqa, o los campos de Talca. Se perdió entonces incluso la noción de la existencia de la ciudad, que sería redescubierta a fines de la Edad Media y llamada «Sevilla la Vieja», motivo de inspiración para poetas y, más tarde, escritores románticos.

Sus ruinas, hoy, fascinan al visitante como ya lo hicieran antaño. Grandioso resulta el anfiteatro, cuya capacidad se ha estimado en más de 20.000 espectadores, así como el barrio de casas nobles, distribuidas en torno a patios con ricos pavimentos de mosaicos, junto con restos de templos, como el Traianeum, termas, aljibes y otras construcciones. Junto al pueblo de Santiponce, edificado en el siglo XVII sobre el sector primitivo de la ciudad romana, se encuentran las ruinas del teatro, y, más allá, el monasterio de San Isidoro del Campo, una joya de la arquitectura mudéjar.

Una escultura admirable

Prueba de la liberalidad de la cultura andalusí, las esculturas halladas en Itálica suscitaron la admiración de los sevillanos de ese tiempo. El poeta al-Hayyam dedicó encendidos versos a una estatua femenina colocada en unos baños, tan hermosa que, según los cronistas, había hecho perder la razón a más de uno: Es una estatua de mármol vanidosa de un cuello cuya tez sonrosada y blanca es de una extrema belleza

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