Sicilia y su herencia en el Mediterráneo

En el centro del Mare Nostrum, la isla de Sicilia representa una suerte de omphalós del mundo antiguo, donde se cruzan el Oriente y el Occidente de las tierras ribereñas del mar, rincón de paso y, al mismo tiempo, de permanencia.

En el centro del Mare Nostrum, la isla de Sicilia representa una suerte de omphalós del mundo antiguo, donde se cruzan el Oriente y el Occidente de las tierras ribereñas del mar, rincón de paso y, al mismo tiempo, de permanencia. Modernamente, todo en ella se reviste de autenticidad, de una veracidad sólo concedida a territorios dotados de unas particularidades excepcionales. Por ello, es tierra proclive al tópico: la Mafia, por un lado, y las frecuentes erupciones del volcán Etna, por otro, han propulsado a esta región con demasiada frecuencia a los informativos del mundo, para crear el cliché asumido por todos de tierra de la vendetta, la omertá y la violencia incontrolable, por un lado, y de la naturaleza desatada de las erupciones volcánicas y los movimientos sísmicos, por otro. Pero, como suele ocurrir, los tópicos esconden realidades de una enorme complejidad y riqueza. Y ese es sin duda el caso de Sicilia. La isla, que no es tal pues lo justo sería hablar de «las islas» (Eolias, Ustica, Égates, Pantellaria, Pelagio, además de la gran isla) que conforman la región siciliana, representa la quintaesencia del Mezzoggiorno italiano, concepto que, con el de «Norte», sirve para dividir esa hermosa creación literaria que es Italia en dos mitades, una pobre y la otra opulenta. La mitad meridional de la península, con las dos grandes Islas, es conocida por su condición de tierra ancestral y cerrada a influencias exteriores, en contraposición con un norte siempre próximo a los influjos venidos de Centroeuropa. La evidente condición insular de Sicilia explica sólo en parte algunos de los avatares de su historia, tan fecunda. Frente a la isla de Cerdeña, más alejada del continente y con unas peculiaridades propias de esa circunstancia, Sicilia ha estado siempre conectada, y de qué manera, con el sur de Italia, particularmente a la región calabresa, de la que está separada por los tres exiguos kilómetros del estrecho de Messina. De esta forma, se comprende la continuidad histórica entre la Italia meridional continental y la insular, si bien tampoco hemos de olvidar el omnipresente hecho insular que ha facilitado el desenvolvimiento de un carácter propio. Precisamente, ese hecho explica la pobreza de una tierra sometida a unas estructuras arcaicas que han obligado a una destacada parte de su población a emigrar fuera de la isla. Otrora próspero granero de la Roma imperial, Sicilia se irá configurando a lo largo del Medievo y de la Modernidad como una sociedad cerrada, proceso que culminará en los siglos XIX y XX, cuando en unas condiciones de extrema pobreza pasó a estar dominada por los lazos feudales creados por el clientelismo mafioso, situación que su incorporación al Reino de Italia (1860) no pudo tampoco salvar. Sicilia, con una morfología similar a un triángulo isósceles cuyo vértice mira hacia Poniente, está presidida por los 3.345 m. del Etna, montaña de leyenda donde los antiguos situaban las forjas de Vulcano, los cíclopes y el volcán en activo más alto de todo el continente. Las repetidas erupciones del Etna, más de un centenar desde el siglo V a.C., han contribuido a forjar como pocos elementos la personalidad histórica de Sicilia. Pese a su peligrosidad, el siciliano no ha renunciado a doblegar a una montaña que, no  obstante, se muestra indómita, estableciéndose en sus laderas, primero, y convirtiéndola en el principal reclamo turístico de la región, después. La historia de Sicilia rezuma mediterraneidad. Esta tierra ha visto pasar o establecerse todos los pueblos que han creado este concepto cultural (fenicios y cartagineses, griegos y romanos, vándalos y ostrogodos, bizantinos y árabes, normandos y germanos, franceses y españoles) para terminar integrándose en la Italia del XIX, pasando a representar con el tiempo la quintaesencia de lo italiano. Las similitudes entre los Mediodías de los dos países europeos más genuinamente mediterráneos, Italia y España, saltan a la vista. Sin temor a caer en la misma exageración sureña, se puede afirmar que no existen en las riberas de este mar dos regiones con un recorrido histórico tan intenso, repleto de manifestaciones excelsas que han quedado como testigos de las distintas superposiciones culturales, como Andalucía y Sicilia. Tanto una como otra son consideradas tierras excesivas, donde todo se extralimita sin mesura. El sur hispánico y Sicilia acogieron con complacencia el arte de la Contrarreforma, el Barroco, por lo que suponía la toma de la calle y de los espacios públicos. Ciertamente, la expresividad en las manifestaciones de sus habitantes, con una religiosidad popular tan alejada del discreto cristianismo norteño, responde al tópico de la extremosidad meridional. Ese catolicismo barroquista y desmesurado que sale a la calle en sus respectivas semanas de pasión, ilustra una forma de entender la vida similar en distintos aspectos a una y otra sociedad.
El Monasterio de Monreale (Sicilia) fue construido por alarifes musulmanes.
Por lo que respecta a la vindicación de su pasado histórico, siempre feraz en ambos casos, las referencias son distintas. Mientras que en el sur de la Península Ibérica, el pasado andalusí eclipsa, como no podía ser de otra manera, la historia anterior y posterior, la espectacularidad de la presencia helénica en la isla ha conseguido igualmente oscurecer por simple contraste las subsiguientes expresiones de las distintas culturas asentadas en el país del Etna. Es evidente que los conjuntos de Agrigento, Selinonte, Segesta, Siracusa, Taormina, Erice, Gela, Heraclea Minoa, Himera, Megara  Hiblea, Solunte o Tíndaris , con sus grandiosos templos, casi siempre en estilo dórico, y hermosos teatros, se encuentran entre los más espectaculares de la Antigüedad, superiores en muchos casos, sobre todo por su excelente estado de preservación, a los vestigios de la metrópoli griega. Pero ello no debe significar el olvido para otros elementos que han contribuido a modelar la historia insular. Por ejemplo, apenas si es conocido el dato que apunta a una presencia fenicia en la isla anterior incluso en una centuria a la griega (siglos IX y VIII a.C., respectivamente), que ha dejado espléndidos conjuntos arqueológicos, como el de Motya. El Medievo siciliano es otro de los períodos de mayor esplendor y singularidad de su historia. A partir del año 827, se produjo la conquista musulmana de Yazirat Siqiliya. Pronto se consolidó un emirato que tuvo a Palermo como su capital. Su posterior conquista en el siglo XI por los normandos abre un período de mestizaje cultural de enorme interés. De hecho, se puede decir que únicamente en la sociedad insular se dieron rasgos similares de intercambio cultural entre la Cristiandad y el Islam comparables a lo que se ha dado en llamar «mudéjar» hispano. El denominado «arte sículo-normando» es el resultado de esa combinación, en la que lo musulmán seguía actuando como referente cultural. La capilla palatina de Palermo, los palacios palermitanos de la Zisa (Qasr al-Aziza) y La Cuba o el monasterio de Monreale son expresiones de un arte peculiar realizado por alarifes musulmanes para un poder cristiano, una suerte de «mudéjar» a la siciliana.

Fuera de ese sincretismo, desconocemos todo sobre el arte estrictamente musulmán que se dio en la isla, que estuvo más de 200 años bajo un poder emiral. De hecho, sólo podemos intuir algunos de sus elementos emparentados con el arte Ifriqiya a partir de las manifestaciones tardías del siglo XII.

La conformación de una sociedad nueva en la Sicilia posterior a la conquista normanda supuso que bajo un poder cristiano una minoría musulmana tuviese una efectiva y relevante presencia social. Estas dos sociedades sumidas en una permanente situación ambivalente donde a episodios de convivencia siguen otros de tensión, en un equilibrio que a veces se rompe y otras se mantiene, son las dos experiencias sociales de mayor interés en las que las relaciones entre el Islam y la Cristiandad se convierten en algo más que enunciados generales.

Sin embargo, como se ha destacado, las experiencias vividas en la Península Ibérica y en Sicilia no fueron coincidentes en cuanto a que ambas situaciones de conquista son diametralmente distintas: en Iberia, la llamada «Reconquista» se ha de entender como la puesta en escena de poderes locales del norte peninsular en su lucha contra el Islam andalusí, mientras que en la isla del sur itálico operan fuerzas ajenas a la realidad local; de hecho, la conquista normanda de Sicilia, y de Palermo en particular, en el año 1072 sólo se concibe como obra casi personal de los hermanos Altavilla y de los caballeros que les acompañaban, en la que, con todo, se tuvieron que llegar a pactos con los poderes musulmanes locales para la creación de un nuevo ordenamiento social. No hay duda en considerar en principio a los normandos como una exigua minoría frente a las comunidades mayoritarias, todas ellas asentadas desde antiguo en la isla: musulmanes, hebreos y greco-bizantinos.

La historia de Sicilia contiene, como las historias de todos los pueblos, episodios de convivencia y de tensión.

Estos últimos se mantuvieron en la isla bajo dominio musulmán y en el momento de la conquista muchos la abandonaron, lo que demuestra que bajo un poder no cristiano pudieron desarrollar en total plenitud de libertades sus distintas actividades, muchas de ellas centradas en el comercio. Sin embargo, algunos de los que se mantuvieron después de la conquista llegaron a ocupar puestos relevantes en la nueva cancillería. Por su parte, los hebreos desempeñarán, andando el tiempo, un destacado papel como mercaderes, aún mayor si cabe que el representado en los siglos IX y X, sobre todo después del fin de la presencia de la minoría musulmana en la isla. Finalmente, la situación jurídica y social por la que pasaban los musulmanes en las ciudades y en las campiñas sicilianas ha sido considerada como bastante desigual, en favor de los urbanícolas: mientras que en la mayor parte de los núcleos urbanos se garantizaba la libertad personal, la conservación de sus bienes, el libre ejercicio de la religión, con la obligación, eso sí, de pagar un impuesto para ello, y los grupos más influyentes de la aristocracia conservaron su relevancia social, por el contrario, en el campo, donde la conquista fue más violenta, los musulmanes se vieron obligados a varias formas de servidumbre, como se refleja en distintos censos de campesinos dependientes de señores, primordialmente eclesiásticos. Sin embargo, junto a esta clase de campesinos dominados, se registra un grupo de musulmanes libres, notables en algunos casos con funciones militares al servicio de los reyes normandos.

El Barroco, el arte que desplegó el espíritu de la Contrarreforma, comparte protagonismo en el Sur de la Península Ibérica y en Sicilia.

Iglesia de San Juan de los Eremitas en Palermo.

De acuerdo a los testimonios con los que contamos, en la sociedad siciliana del siglo XII los intercambios de todo tipo, también los económicos, eran una constante, pero también es cierto que la constitución de «morerías», inexistentes al principio de la conquista, pero descritas por el andalusí Ibn Yubayr en el año 1185, implica el inicio de la pérdida asimismo del protagonismo de los musulmanes hasta su definitiva desaparición en los años centrales del siglo XIII, después de las últimas revueltas en el 1243. La paradoja, como se ha señalado, salta a la vista: el fin de la minoría musulmana siciliana la certifica el rey Federico II, tan maurófilo en las manifestaciones culturales que patrocina. La isla se divide en nueve provincias, cuyas capitales son, al mismo, tiempo, las únicas ciudades. Frente al interior predominantemente agrario de Enna, Caltanisetta y Ragusa, en el litoral encontramos las ciudades con una actividad económica más boyante: Trapani, Agrigento y Siracusa. Finalmente, las tres grandes urbes son, además de Palermo, la capital, Catania y Messina. Además de esas cabeceras administrativas, Sicilia esconde parajes urbanos de enorme belleza, como Taormina, la vieja Tauromenion. Palermo, la griega Panormos y la romana Panormus, es una gran ciudad que ha experimentado un espectacular crecimiento en los últimos años para acercarse al millón de habitantes. La capital histórica de Sicilia resume con sus monumentos del siglo XII el esplendor de la Sicilia medieval, en la que se entretejieron influencias latinas, griegas y musulmanas. Precisamente, en esa centuria, el viajero andalusí lbn Yubayr describe una próspera Palermo, a la que llama significativamente al-Madina (la Ciudad): «Es, en estas islas, la madre de la vida ciudadana, reuniendo en ella dos bellezas: riqueza y esplendor. Tiene la belleza que puedas desear para el estado interior o para la vista, y para procurarse una vida plena y exuberante. Antigua, elegante, esplendorosa y grata, emerge con un aspecto fascinante; entre sus plazas y espacios aparece toda ella como un jardín. Sus vías y calles espaciosas encantan las miradas por la belleza de su aspecto distinguido; de naturaleza admirable, está edificada al estilo cordobés». Las restantes capitales son las típicas ciudades meridionales, repletas de monumentalidad barroca, pero afeadas por el desordenado urbanismo de los últimos tiempos. Así es Sicilia, tierra de contradicciones donde sobre los plácidos campos de cultivo se levanta una montaña implacable, país que atesora un patrimonio monumental como pocos, en la que, sin embargo, el turismo y la especulación está acabando con hermosísimos parajes, es un rincón en el corazón del Mediterráneo de proverbial hospitalidad y un claro exponente de mestizaje cultural.

Por Virgilio Martínez Enamorado. Doctor en Historia Medieval, arabista y arqueólogo.

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