Granadino de adopción, Ibn Yubair fue un viajero y literato del siglo XII cuya obra fue fundamental para el conocimiento de los lugares del entorno Mediterráneo que estaban bajo dominio islámico. Inaugura el género literario conocido como rihla, o relato de viaje.
“Todo había empezado por una absurda historia y una copa de vino…” según cuenta el cronista Ibn Raqiq.
La cautivante aventura por el Mediterráneo y el Oriente de Ibn Yubair, uno de los viajeros andalusíes más ilustres, tendría por origen un singular desafío acaecido en el año 1183, en el palacio del gobernador de Granada, Abu Said Osman, hijo del califa almohade Abd al-Mu’mim. Ibn Yubair era por entonces secretario de este príncipe Beréber, quien lo obligaría, mientras le dictaba una carta, a beber siete copas del prohibido líquido a cambio de siete copas repletas de dinares.
Para redimir sus culpas y con las piezas de oro que recibió a cambio, el piadoso secretario decidió cumplir con la obligación impuesta a los creyentes pudientes y realizar el peregrinaje a La Meca.
Fueran cuales fueran las verdaderas motivaciones de Ibn Yubair, su viaje, que duró dos largos años, tuvo en su época una resonancia considerable. La relación de sus tribulaciones por Oriente sirvió como obra fundadora de un género literario, la rihla, el relato de viaje. Tanto es así que, en los siglos siguientes, sus emuladores son incontables e, incluso, los plagiadores. El célebre tangerino Ibn Battuta, y otros muchos, recuperaron párrafos enteros de la rihla de Ibn Yubair, retomando, a modo de ejemplo, descripciones de monumentos que ya ni existían cuando viajó por esas latitudes dos siglos más tarde.
¿Cuáles podían ser las motivaciones que empujaban a tantos andalusíes y magrebíes a emprender el mítico y arriesgado viaje a estas tierras lejanas, en particular para personas acomodadas como nuestro letrado, que recibió la educación tradicional de los secretarios andaluces, es decir, formado a la vez en las ciencias religiosas y las buenas letras?
La fe en primer lugar: “Los ritos de la peregrinación son algo sublime para los musulmanes”, narra el autor, que describe con todo tipo de detalles los lugares y momentos de su estancia en La Meca. Como otro aliciente, el penoso viaje se veía retribuido por el orgullo y prestigio de llevar el título de hajj (otorgado a los que han hecho la peregrinación) y, en su caso, por la concesión de las valiosas iyaza (licencias para enseñar) de parte de los maestros sabios orientales. ¿No podía añadirse además a este personaje como Ibn Yubair, nativo de Valencia y descendiente de un linaje árabe −los Kinana, procedente de la región de La Meca−, el afán de buscar sus raíces, o bien la fascinación por el mundo del desierto y las caravanas, tan latente en la poesía andalusí? ¿O quizá fuese simplemente el deseo de aventura?
Ibn Yubair tenía 38 años cuando sale de Granada el 19 de sawwal del año 578 según la Hégira (el 5 de febrero de 1183). Se traslada a Ceuta, vía Tarifa, para embarcarse a bordo de un barco genovés que pasará por Cerdeña, Sicilia y Creta. Se detiene en el Cairo ante los sepulcros de compañeros del Profeta, de imanes y ascetas. Remonta el valle del Nilo hasta Qus y a lomos de un camello alcanza el puerto de ‘Aydab desde donde atraviesa el Mar Rojo a bordo de una frágil embarcación hasta Yeda. En agosto del mismo año llega a su meta, la Ciudad Santa de La Meca, donde permanecerá casi nueve meses. Su camino de vuelta empezó con su incorporación a una inmensa caravana de peregrinos que se detiene en Medina, la ciudad-refugio del Profeta. Atraviesa los desiertos del Hiyaz y del Nejd en dirección a Bagdad. En la capital abasí, alaba “la bondad natural de su aire y de sus aguas”, pero lamenta que su gente sea en exceso orgullosa. Comienza su andadura por las fértiles tierras mesopotámicas hasta Siria. Damasco, donde permanece dos meses, le deslumbra: “Paraíso del Oriente, lugar por donde aparece la belleza, elegante y esplendorosa”. Se encamina al puerto de San Juan de Acre (‘Akka), ocupado por los cruzados, para navegar hacia Occidente. Emprende una penosa travesía de dos meses, con vientos contrarios, que se acaba con un naufragio en el estrecho de Messina, en Sicilia. Esperará en la isla tres meses y medio la llegada de los vientos favorables para volver a su tierra de al-Andalus. Desembarca, finalmente, en Cartagena y vuelve a su hogar granadino el 25 de abril de 1185.
Con un estilo a menudo conciso y algunos toques pomposos, alternando citas del Corán, jaculatorias y versos poéticos, Ibn Yubair nos ofrece un cuadro sugestivo y lleno de colorido de las tierras que fue atravesando, pintando con minuciosidad asombrosa los paisajes, ciudades, pueblos y mercados que visitaba, reconstituyendo el mosaico humano de estas tierras de Oriente. Su descripción pormenorizada de las mezquitas, tumbas y otros monumentos representa una fuente de gran solvencia para arqueólogos e historiadores del arte. Su rocambolesco viaje no tiene solamente en vilo al lector sino que atestigua igualmente la inseguridad que imperaba en estas rutas marítimas y terrestres, así como la indefensión de los viajeros ante toda clase de piratas: aduaneros codiciosos de Alejandría, autoridades religiosas y políticas corruptas de los lugares más sagrados del islam (La Meca y Medina), comerciantes y marineros sin escrúpulos de todos los horizontes, tribus kurdas, árabes o sudanesas, prontas a asaltar las caravanas de peregrinos y hacerse con sus mercancías.
La epopeya de Ibn Yubair constituye así uno de los más valiosos testimonios de cómo era el área mediterránea a finales del siglo XII, que acababa de experimentar grandes cambios, con el avance cristiano (los cruzados en Siria y Palestina, los normandos en Sicilia, la caída del imperio fatimí y la llegada al trono de Egipto de Salah al-Din (Saladino), paladín del islam suní y de las luchas contra los francos.
Ibn Yubair nos da cuenta de las complejas relaciones entre dos mundos −islámico y cristiano− que se miran de reojo, se enfrentan, hacen negocios y conviven, todo a la vez. Nos habla de barcos genoveses que llevan peregrinos musulmanes a sus lugares santos, de prósperos pueblos cristianos en tierras del islam y viceversa. Nos adentra, a través de su intensa experiencia, en las problemáticas religiosas entre la vasta umma, la comunidad de los creyentes. Nos introduce en el sentir religioso de su tiempo, en su peregrinación por esas tierras de profetas, santos, grandes predicadores y ascetas.
Confiado en la misión “redentora” de los almohades −que más tarde gobernarían en al-Andalus−, este hombre de saber, formado en el más puro academicismo de los malikíes andalusíes, no desdeña sin embargo las manifestaciones más heterodoxas o populares de la fe, como la visita a tumbas de santos y la asistencia a emocionantes sesiones místicas. Esta personalidad, no exenta de contradicciones, se ve reflejada cuando a su vuelta a Granada, donde gozará de gran autoridad moral, se afirma a la vez como maestro del hadiz (la tradición del Profeta) y del sufismo. Síntoma de su modestia y humildad (por ejemplo, no emplea en su narración la primera persona), llevará entonces una existencia apacible y discreta, apartado de la vida pública. Cuatro años más tarde, después de la conquista de Jerusalén por Saladino, vuelve a Oriente, sin que conste ninguna referencia de que hubiera reseñado algo a propósito de este otro viaje de dos años de duración. A los 72 años, emprende su último viaje, pasando por La Meca, Jerusalén y Egipto. Muere en Alejandría el 29 de septiembre de 1217.
De él escribiría el otro gran viajero Ibn Battuta:
“Fue un brillante hombre de letras, un poeta excelso y virtuoso sunní, honesto en su trabajo y de excelente carácter, poseedor de graciosos modales y una elegante caligrafía”.
Por Daniel Grammatico
Vista del Puerto de Palermo
Franz Ludwig, (1778-1856). © The New York Public Library Digital Collections.
Ríos de Damasco.
Saddler, John. (1881 – 1884). Saddler, John. (1881 – 1884). ©The New York Public Library Digital Collections.