Del al-Andalus que aún pervive

 

A mediados del siglo pasado (se refiere al siglo XIX) un historiador alemán ponderó la fascinación que en su tiempo ejercía la simple mención de Granada, comentando que, aún los que no la habían visitado, guardaban recuerdos de la Alhambra”.

 

 

El moro de Granada en la literatura. Soledad Carrasco Urgoiti.

Las investigaciones centradas en el legado de al-Andalus en España se han acrecentado en los últimos años. Las discrepancias respecto a momentos concretos de la historia de nuestro país existen y existirán, pues los puntos de vista de una buena interpretación deben ser siempre amplios y variados. Sin embargo, todos los investigadores coinciden en una cosa, que al-Andalus dejó en nuestras vidas unas huellas imborrables. Aún hoy, seis siglos después de ausentarse el último andalusí, continuamos usando modos y costumbres, practicando un lenguaje con numerosas voces de origen árabe, y disfrutando de un entorno surgido de la influencia de al-Andalus. Tendríamos que preguntarnos por qué, de todas las culturas que poblaron nuestras tierras y modificaron nuestras costumbres anteriores, sería la de al-Andalus la más persistente. Ni siquiera la huella cristiana, reconquistadora e inmediatamente posterior, ha conseguido obviar la influencia andalusí, pues de ella se nutrió en muchos de sus modos. Tal vez se deba a que los andalusíes no desaparecieron enteramente, muchos quedaron primero como moriscos y luego ocultos bajo otros nombres.

Tres son, posiblemente, los contextos en donde el ciudadano español se reconoce actualmente andalusí: en su entorno físico (paisaje, urbanismo), su entorno doméstico (vestido, comida, higiene, ocio) y su entorno social (el lenguaje e imaginario colectivo). Vayamos pues de lo universal a lo particular reconociendo cada uno de los regalos que nos cedió una sola cultura.

Es difícil imaginar una España sin palmeras. Pero la hubo. Antes de que el primer musulmán, –puede que árabe o no, pero musulmán en costumbres y religión– pisara este país, no existían palmeras.

El entorno físico

 

Los romanos habían concentrado sus esfuerzos comerciales en la agricultura y sus tres vertientes más clásicas: cereal, olivo y vid. Pero llegaron los musulmanes y lógico era que echaran de menos los productos de su tierra de origen.

La mayoría de las semillas que originaron nuevos cultivos procedieron de agricultores anónimos. Sin embargo, hay documentados métodos de introducción más formales. Abderramán I, fue responsable personalmente de algunas especies, entre las que se encuentra la palmera datilera.

Podemos imaginar cómo debió ser España en la época de esplendor andalusí, cubierta de palmerales, porque hoy sus restos perviven y aunque mermados, estos bosques son parte innegable de nuestro paisaje. Elche y su inmenso palmeral, el más amplio de Europa y uno de los más grandes, incluso entre los países árabes, demuestra que los omeyas acertaron en el cultivo de esta planta, que no es un árbol, pero que alcanza medidas de cualquiera de ellos. Tal vez el hecho de que no fuera precisamente un árbol y no pudiera destinarse a madera, mantuvo a la palmera resistente a las devastaciones.

Otros que sí fueron árboles, en su mayoría frutales, repoblaron el campo español. Tanto es así que hay quien ha llamado “revolución verde” a esta transformación andalusí de la que hoy continuamos nutriéndonos diariamente y ha convertido a España en uno de los países más arbolados. A este respecto es interesante la obra que ha realizado el Académico americano de la Universidad de Boston, Thomas Glick en varios de sus libros.

El sistema de riego de las acequias sigue en uso en la mayoría de los campos españoles.  

Un paisaje tan rico en flora y en suelo cultivable necesitaba de una infraestructura hidráulica. Las gentes del desierto que atravesaron el Estrecho consiguieron transportar el agua con su experiencia en fabricación de qanats (canales subterráneos de irrigación que se basaban en la inclinación de la pendiente para su traslado) y los acueductos de los romanos que aprovecharon o ampliaron. Inventaron aparatos que transportaron agua o la manipulaban para aprovechar su fuerza cinética.

En el primero de los casos, los qanats se convirtieron en una herramienta práctica durante siglos. Los más destacados fueron los de la sierra de Guadarrama, que desviaban el agua a la capital, convirtiéndose en los llamados Viajes de Agua, una técnica que dejó de utilizarse en Madrid a partir de 1858, con la inauguración del Canal de Isabel II. No es de extrañar, pues, que el mismo nombre de Madrid, es decir, Mayrit, signifique en una genérica explicación: Lugar en que abundan los túneles de captación de aguas, tal y como indica el arabista e historiador Joan Vernet.

La noria (na´ura), el molino de agua o las acequias (saqiya) aún se usan como medio de riego en los campos españoles. A la izquierda la famosa Rueda de Alcantarilla (Murcia), construida en el siglo XV, y sobre estas líneas el Molino de San Antonio en Córdoba.

Las huertas de Levante y la mayoría de las zonas céntricas castellanas siguen usando este método tan sencillo y a la vez tan eficaz. Lo mismo ocurre con los aljibes de la ciudad de Granada que hoy se conservan, prácticamente intactos, en la colina del Albayzin.

Todos y cada uno de estos avances fueron regulados legalmente ya en épocas antiguas, como bien se refleja en las Ordenanzas de Agua de Granada en el siglo XVI. Con esa tradición han llegado hasta nuestros días El Tribunal de las Aguas de Valencia o la gran variedad de Comunidades de Regantes que se unen para hacer de este producto de la tierra un bien colectivo.

En el paisaje español existen multitud de huellas reconocibles andalusíes; no sólo las que da la Tierra, sino también las fabricadas por la mano del hombre.

Castillo Fortaleza de la Mota e iglesia abacial en Alcalá la Real (Jaén)

Los castillos, tan abundantes en el centro peninsular, surgen de la convivencia, a veces beligerante y otras no tanto, con los cristianos. Entre razzias o algaras, el paisaje español se transforma. Lo mismo en las zonas costeras con atalayas o fortalezas, ampliándose nuestro vocabulario con términos militares en donde la influencia árabe fue especialmente palpable: alcázar, alcazaba, almirante, son claro ejemplo de las interrelaciones entre cristianos y andalusíes. Aparecen murallas defensivas y palomares, que explican el nivel estratégico al que llegaron en la guerra y el interés que mostraron por comunicarse.

En los centros urbanos es donde al-Andalus dio más de su carácter. Desde los primeros ejércitos que atravesaron el Estrecho hasta la salida del último de los nazaríes, en España se forjaron ciudades esplendorosas que no tenían competencia. Córdoba, en el siglo X, contó con 300.000 habitantes y sus calles estaban iluminadas y asfaltadas. No olvidemos que Londres o París no lo estuvieron ni nueve siglos después.

En cada ciudad por la que ha pasado un andalusí se reconoce su legado. Calles angostas, con casas encaladas o con ajimeces desde donde las mujeres podían asomarse sin ser vistas. La mayoría de las calles cordobesas o las del barrio del Albayzin en Granada, el casco antiguo de Málaga e infinidad de pueblos de Andalucía son microcosmos de al-Andalus. Granada, por ser la ciudad más mora de toda la Península y con más siglos de cultura musulmana, posee las casas más reconociblemente árabes.

No en vano, el arquitecto Leopoldo Torres Balbás en su artículo “Ajimeces” hace un recorrido esclarecedor respecto a estos salientes domésticos que reconocemos en la ciudad granadina y que son paralelos a otros muchos de las ciudades de El Cairo o de Marraquech. Asimismo, son interesantes las apreciaciones que hace el maestro de la arquitectura con relación a los zocos, plazas y tiendas, existentes aún hoy día en nuestros pueblos y que son herederas de al-Andalus. Baste nombrar, aunque reconstruida tras el incendio de 1843, la disposición de la Alcaicería de Granada. El esfuerzo restaurador, en un momento histórico en donde todo se destruía para levantar edificios simplones siguiendo el concepto modernista del siglo, sólo puede responder a un interés por mantener las formas y usos propios de nuestra conciencia histórica.

También lo son los cármenes, tan en la línea de la tradición andalusí, que recogen el esfuerzo primero de los musulmanes, amantes del paraíso en la tierra.

En Granada, el entramado de calles ha dado circunstancias únicas, como esas placetas sin salida o esos cobertizos tan peculiares. A la izquierda, el Cobertizo de Santa Inés y a la derecha el situado en la calle Gloria, ambos en las inmediaciones de la Carrera de Darro.

El entorno doméstico

 

Si el paisaje y el entramado urbano son la herencia directa de nuestro pasado andalusí, no lo son menos las costumbres que conforman nuestra idiosincrasia. Desde el mismo momento en que nos levantamos cada mañana, en nuestra alcoba (del árabe al-qubbah), habiendo dormitado sobre una mullida almohada (al-muhadda), comenzamos una existencia fundamentalmente andalusí. Nos duchamos, costumbre que ni los cristianos consiguieron evadir de nuestra cotidianidad a pesar de ser considerada por Alfonso X el Sabio de “molicie e afeminamiento” y nos cubrimos con un albornoz (al´burnus).

Al-Andalus, retomando todo el espíritu oriental, promovió el placer de los sentidos. La limpieza, imperativo en un musulmán, se anexionó a la belleza y al deleite. Un nombre que ningún español debería ignorar es el de Ziryab, persa afincado en la corte cordobesa de Abderramán II que cambió todas y cada una de nuestras costumbres sociales. Inventó una crema de dientes (cuyos componentes hoy desconocemos) y un desodorante eficaz. Ziryab, ha sido denominado el Petronio de las costumbres orientales. Si creemos que la moda es un invento actual estamos equivocados. Ziryab innovó en el corte de pelo para los hombres, impuso el rasurado de la barba e introdujo una costumbre que ha permanecido hasta nuestros días.

De junio a septiembre hay que vestir de blanco, con lo que (Ziryab) revoluciona las costumbres, ya que hasta entonces era un color reservado para las personas de luto, que a partir de ese momento tendrán que llevar atuendos negros en los meses cálidos con el fin de distinguirse así de los demás.

En octubre se deben abandonar los vestidos blancos y sustituirse por ropajes de colores relativamente oscuros de seda cruda, brocado o lana, sobre los que se colocan en invierno pieles o pellizas.

Finalmente, en primavera hay que ponerse colores deslumbrantes y llevar vestidos de seda vaporosa a ser posible”.

Ziryab, atento a los gustos de los cordobeses, introdujo uno de los juegos de mesa más internacionales: el ajedrez.

Esta aclaración, recogida de La vida cotidiana de los árabes en la Europa Medieval, de Charles-Emmanuel Dufourcq, confirma que Ziryab ha sido la persona más influyente en nuestra vida cotidiana. Elegir los colores según sea el mes del calendario o vestir enlutados, no son costumbres desconocidas en la actualidad. Tampoco debemos olvidar en este apartado dedicado al atuendo que los andalusíes introdujeron en España la explotación del algodón y el cultivo de la seda. El primero, proveniente de la palabra árabe qutun, era originario de la India, pero a pesar de ser conocido desde la antigüedad no alcanzó gran desarrollo hasta que los árabes introdujeron su cultivo en Andalucía, desde donde pasó a Italia y Francia (siglo XII), Flandes (s. XIII), Alemania (s. XIV) e Inglaterra (s. XV), según aclara el ya citado Vernet.

Circunstancia interesante es la que produce el uso del velo, que fue elemento indispensable en la mujer de alta alcurnia hasta el siglo XIX.

No olvidemos que aún lo usan la mayoría de las novias al ir a casarse y que hasta hace muy pocos años era imprescindible para orar dentro de una iglesia. Otros usos del velo han sido más mundanos, pero expresión de una herencia andalusí o morisca, como es el caso del velo de las llamadas veladas de Mojácar, que en plenos años sesenta del siglo XX aún lo paseaban al ir a la fuente y lo agarraban, en una mueca muy característica, con los dientes.

La influencia de Ziryab no acaba en la forma de vestir, ni en la de asearse. La cocina fue uno de sus grandes logros. La cocina mediterránea es heredera directa de la inquietud de este hombre magnífico. Introdujo en nuestro país alimentos comunes en nuestra despensa actual, como el espárrago, y qué decir de uno de nuestros platos más populares, las albóndigas.

Inés Eléxpuru en su conocido libro La cocina de al-Andalus tampoco ignora que entre todos los alimentos que nos aporta la huerta andalusí está el arroz. La paella es heredera directa de este cultivo oriental del que dieron buena cuenta nuestros antepasados. También lo son el azúcar, que endulza hoy la mayoría de nuestros cafés, brebaje procedente de África y que los andalusíes introdujeron en España. La planta del café, de la que se sabía que excitaba a los camellos, se ha hecho fundamental en nuestra vida cotidiana. El andalusí, como el español actual, era adicto a la cafeína. En menos medida que el té, que siempre era especiado y simbolizaba la hospitalidad. Multitud de teterías han proliferado en los últimos tiempos, donde se utiliza incluso la cachimba o pipa de agua, tan poco adaptada a la vida moderna.

Los andalusíes eran dados al jolgorio. Celebraban incluso los festejos cristianos.

Ibn al-Jatib, poeta, médico y visir del sultán Yusuf I, decía de los andalusíes que tenían la piel blanca, pelo moreno y estatura mediana, una descripción abrumadoramente actual. Estos andalusíes se casaban y festejaban, acompañando a la novia y al novio por las calles de su localidad, tal y como se sigue haciendo en muchos de los pueblos españoles. Y celebrado el evento, los invitados derraman sobre las cabezas de los recién casados una lluvia de arroz, que en Oriente simboliza abundancia.

Sabemos que eran aficionados a los toros, no como los cristianos exactamente, pero con ellos elaboraban espectáculos y en las zonas marítimas organizaban carreras de barcos, que Juan Vernet considera inspiradoras de las regatas actuales.

Desconocemos si en estas fiestas los andalusíes usaban cohetes o fuegos artificiales, porque la pólvora fue introducida también por los árabes tras uno de sus múltiples viajes a la China. Lógicamente su uso fue dedicado casi exclusivamente a la guerra, pero ha quedado bien arraigada en la sociedad española, llegando a su máximo exponente en las Fallas Valencianas.

Recreación de una escena cotidiana en el aljibe de San Cristobal.

 

Entorno social

 

Toda cultura se consolida con el lenguaje. En España no podemos negar la herencia andalusí, que ha quedado reflejada en nuestro diccionario. A saber, tenemos más de cuatro mil palabras procedentes del árabe. “Las invasiones germánicas de la península Ibérica   ̶ dice la arabista Rachel Arié ̶  dejaron pocas huellas en el vocabulario español. La herencia visigoda se limita a unas 90 palabras, ninguna de las cuales está relacionada con el mundo de la naturaleza o de la agricultura, con lo que se demuestra positivamente la falta de penetración en la vida del campo“.

Son claramente visibles las influencias lingüísticas árabes según oficios, como albañil, alarife, alfarero; términos jurídicos como alcalde, alguacil; términos rurales como arroba, fanega; relacionados con el regadío: noria, aljibe, alberca; con la agricultura: naranja, albaricoque, limón, alcachofa.

Otras palabras son comúnmente usadas y desconocemos su etimología, como la interjección “ojalá” de la que se deduce su procedencia de la expresión “in shaa Allah”, o si Dios quisiera. Lo mismo ocurre con el término “algarabía”, que siendo en su origen el nombre que daban los cristianos a la lengua árabe (claramente ruidosa), terminó empleándose para designar alboroto.

También las frases hechas han recogido la huella andalusí, como “De higos a brevas”, “No hay moros en la costa”, “Esto o es moro o es cristiano” o la fórmula “Ya sabes dónde está tu casa” que siempre recalcamos al presentar nuestro hogar a un desconocido, expresión propia de la hospitalidad islámica y que parece ha quedado en nuestro recuerdo colectivo.

En Granada, donde el legado lingüístico es más evidente, se destaca el llamado “imala”, sustitución de la “a” larga por la “i” larga que queda reflejada en palabras como Bâb ar-Ramla (“puerta de la arena”) por Bîb ar-Ramla. Connotaciones que nos acercan al andalusí y nos lo muestran más humano y real, igual que hoy podemos diferenciar los acentos de cada una de las provincias españolas, de las que Granada se destaca por su pronunciar abierto de vocales.

Fue también al-Andalus quien introdujo el papel en la Península. De entre todos sus viajes a Oriente, sería el papel el elemento que se universalizaría con más rapidez. Los andalusíes hicieron de punto de unión con el resto del mundo, como otras veces, proporcionando el canal más útil para la ciencia y la literatura. En él se plasmaron y se plasmarán la diversidad de palabras que nos cedieron, como también se transmitirán por medios electrónicos, esta vez por algún correo que lleve asociado el término ¿cómo no? andalusí de @, “arroba”.

Interrogados algunos de los más destacados arabistas e investigadores de la cultura andalusí sobre la vigencia de las costumbres árabes en España, encontramos la reflexión de Manuela Marín, al referirse al imaginario colectivo del pasado andalusí. En la actualidad existe una necesidad perentoria de activar el recuerdo cultural de nuestro pasado. A lo largo de los siglos hemos presenciado representaciones de “Moros y Cristianos” hasta convertirse en una fiesta inamovible.

Escena de la celebración de la Fiesta de Moros y Cristianos en El Campello (Alicante).

No es de extrañar, pues, la creación de instituciones como La Escuela de Estudios Árabes de Madrid y Granada en época de la Segunda República Española que han estado cuidando de nuestro recuerdo histórico, un recuerdo literariamente plasmado en la actualidad en multitud de novelas. La novela histórica llegó hasta nosotros a través del Romanticismo y ahora vive su mejor momento.

María Soledad Carrasco Urgoiti (q.e.p.d. †) en su imprescindible libro El moro de Granada en la literatura comienza diciendo que “A mediados del siglo pasado (se refiere al siglo XIX) un historiador alemán ponderó la fascinación que en su tiempo ejercía la simple mención de Granada, comentando que, aun los que no la habían visitado, guardaban recuerdos de la Alhambra». Esto lo citó la autora en los años cincuenta del siglo XX.

Antes de ella, el famosísimo escritor Manuel Fernández y González ya había hecho su agosto contando historias de moros. Posteriormente, tendrían que refrescarnos la imaginación Antonio Gala o Magdalena Lasala con obras de clara descripción de Granada y Córdoba, cuando ambas eran musulmanas.

Por algún motivo que desconocemos y que en algún momento será causa de estudio por parte de sociólogos o incluso filósofos, en España nació un sentimiento de querencia andalusí que se expande hacia lo universal. Es decir, no sólo necesitamos mantener una idea que en un cierto momento fue real, la de al-Andalus, sino que como acertaba a decir Carrasco Urgoiti, es ya una idea asociada a nuestra idiosincrasia y de la que difícilmente podremos desentendernos. La desmitificación de ciertos aspectos de la cultura andalusí es también parte de ese cosmos recreado actualmente. Es buen momento para extrapolar de al-Andalus no sólo sus virtudes, sino también sus errores. La cultura andalusí, musulmana, a fin de cuentas, también fue responsable de ciertos hábitos sexistas a lo largo de los siglos que bien por conveniencia o por simple costumbrismo, se han venido arrastrando en España hasta bien entrado el siglo XX.

Sea este artículo un recordatorio para los historiadores, sociólogos o filósofos que pretendan continuar investigando sobre nuestro pasado.

 

CAROLINA MOLINA es periodista

y autora de las novelas La luna sobre La Sabika y Guardianes de la Alhambra.

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