Al-Idrisi y el Libro de Roger

El rey normando Roger II, consciente de las numerosas aportaciones que los árabes hicieron en al-Andalus en el campo de la ciencia, llamó a su corte de Sicilia al reputado geógrafo andalusí al-Idrisi para encargarle el más grande trabajo geográfico hasta entonces realizado, conocido como la Tabula Rogeriana.

Interior de la cubierta de la Capilla Palatina, en el Palacio de los Normandos (Palermo) construida por musulmanes sicilianos.  

En el año 1138, el palacio real de Palermo, Sicilia, fue el escenario de un encuentro largamente esperado entre un rey cristiano poco común y un distinguido hombre de ciencia musulmán. Tan pronto como el invitado entró en el salón, el rey se levantó, le tomó de la mano, y lo condujo cruzando los suelos de mármol cubiertos de alfombras hasta un lugar de honor junto al trono. Los dos hombres empezaron a hablar casi de inmediato sobre el proyecto para el que le habían pedido al erudito que viniera desde el Norte de África: la elaboración el primer mapa exacto y preciso del entonces mundo conocido.

El monarca era Roger II, rey de Sicilia; su distinguido invitado, el geógrafo andalusí al-Idrisi. Nació en Ceuta, al otro lado, desde España, del Estrecho de Gibraltar, y por aquel entonces tendría cerca de cuarenta años. Tras haber estudiado en Córdoba, en la España musulmana, dedicó varios años a los viajes; recorrió el Mediterráneo, desde la atlántica Lisboa hasta Damasco. Era un joven con pretensiones literarias que compuso versos en su época de estudiante, en la que celebraba el vino y la buena compañía. Sin embargo, en el curso de sus viajes descubrió que su verdadera pasión era la geografía.

Imagen del rey Roger II de Sicilia en la iglesia de la Martorana de Palermo, coronado directamente por Dios. ©R. Doughty

El Mediterráneo en los siglos XI y XII

Los escritos de al-Idrisi no nos hablan tanto de los rasgos de su carácter y personalidad como de los del que habría de convertirse en su patrocinador y anfitrión: Roger II. Hijo de soldado mercenario franco-normando que había conquistado Sicilia a principios del siglo XII, era un monarca atípico entre los reyes cristianos de la época. Sus correligionarios hacían comentarios respecto a su estilo de vida oriental —harén y eunucos incluidos— y hacían burlas de él, al que se referían como el “medio-pagano” y el “sultán bautizado de Sicilia”. Fue educado por tutores griegos y musulmanes, y era un intelectual al que gustaban las indagaciones científicas y gozar de la compañía de los eruditos musulmanes, de entre los que al-Idrisi era el más renombrado.

Un nivel semejante de unión cultural, en unos tiempos en los que cruzados y musulmanes se peleaban por Tierra Santa, y los piratas de ambos credos saqueaban mutuamente sus puertos y barcos, era cuando menos sorprendente. Pero a pesar de los piratas y los cruzados, los mercaderes medievales hicieron productivos negocios más allá de las fronteras de la religión y las ideas e, inevitablemente, se mezclaron en la misma proporción en que lo hicieron las mercancías.

Inscripción en árabe en una columna de la iglesia de la Martorana (Palermo). ©R. Doughty.

Sicilia fue en particular el terreno donde se produjo el encuentro de las dos civilizaciones. La isla, que fue tomada por los árabes en el año 831, había permanecido bajo control musulmán hasta finales del siglo XI. Al igual que la España musulmana, fue el faro que irradió luz y prosperidad en una Europa atrapada en una etapa de precariedad económica conocida como los “Años Oscuros”. Cuando los árabes ocuparon Sicilia construyeron presas, sistemas de regadío, aljibes y otros sistemas hidráulicos; introdujeron nuevos cultivos —naranjas y limones, algodón, dátiles, arroz— y explotaron las minas de la isla y los bancos de pesca.

A comienzos del siglo IX una banda de aventureros normandos, conocidos como los Hauteville, irrumpieron con su caballería en la región del sur de Italia para arrebatársela a los griegos bizantinos y a los musulmanes. En el año 1101, el conde Roger d’Hautevilles corona su carrera con la conquista de Sicilia. Cuatro años más tarde pasó el territorio a su hijo Roger, que fue coronado rey en 1130 como Roger II.

Imagen de Roger II. ©R.Doughty

El rey Roger y la geografía

Roger era un hombre alto y corpulento, con barba y cabellos oscuros, que gobernaba desde su magnífico palacio de Palermo con una mezcla de diplomacia, falta de misericordia, sabiduría y una pericia que hizo que muchos de los historiadores calificaran su reinado como el estado europeo mejor gobernado de la Edad Media. Su energía era legendaria; según la observación de un comentarista, Roger conseguía más cosas dormido que cualquier otro soberano despierto. En su corte se jactaban de que no existía parangón en Europa con su elenco de filósofos, matemáticos, doctores, geógrafos y poetas, con los que pasaba gran parte de su tiempo. “Tanto en matemáticas como en la esfera política” escribiría al-Idrisi de su patrón, “no es posible explicar el alcance de su saber. Ni existe un límite en su conocimiento de las ciencias, por la manera tan sabia y profunda en que estudió en particular cada una de ellas. A él se deben innovaciones singulares e inventos maravillosos para aquellos tiempos, como ningún otro príncipe había hecho antes”.

El interés que Roger profesaba por la geografía no era sino la más pura expresión de la curiosidad científica que acaba de despertar en Europa, pero fue a un musulmán al que tuvo que recurrir necesariamente en busca de ayuda. El enfoque que la Europa cristiana daba a la cartografía tenía aún un carácter simbólico, más propio de lo imaginativo, cuya base eran más las tradiciones y los mitos que la investigación científica. Su uso estaba más bien orientado a la ilustración de libros de peregrinaje, exégesis bíblicas y otras obras. Los mapas de Europa eran algo pintoresco y vistoso que mostraban una tierra redonda compuesta de tres continentes de idéntico tamaño –Asia, África y Europa– separados por unas estrechas franjas de agua. El Jardín del Edén y el Paraíso estaban en lo alto, y Jerusalén en el centro, mientras que unos monstruos fabulosos ocupaban las regiones inexploradas –sirenas, dragones, hombres con cabeza de perro, hombres con pies que tenían forma de paraguas con los que se protegían del sol cuando se acostaban –.

Lo que había disponible eran sólo unos cuantos mapas prácticos –cartas de navegación que mostraban las líneas costeras, cabos, bahías, bajíos, puertos de escala, y lugares donde se podían obtener agua y provisiones– y que dado el típico divorcio que existía en época medieval entre ciencia y tecnología, su uso se restringía a los navegantes. De igual modo, la información procedente de los viajeros se iba filtrando muy poco a poco en los mapas cristianos. Lo que el rey Roger tenía en mente era, por tanto, algo que tuviese la misma naturaleza práctica que las cartas de navegación, pero que abarcara la totalidad del mundo conocido. La misión intelectual que le fue encomendada a al-Idrisi era hercúlea: recoger y evaluar todo el conocimiento geográfico disponible –tanto el que contenían los libros como el que procedía de los observadores in situ– y organizarlo para que ofreciese una representación explicativa y fidedigna del mundo. Su propósito tenía en parte un sentido práctico, pero era mayormente científico: realizar una obra que pudiese compilar todo el conocimiento contemporáneo que existía sobre la geografía del planeta tierra.

Para llevar a cabo el proyecto, Roger fundó una academia de geógrafos a cuyo frente estaba él mismo como director, y al-Idrisi en calidad de secretario permanente para compilar y filtrar la información. Quería saber las condiciones precisas tanto de las áreas que estaban bajo su control, como las que no: sus límites, climatología, caminos, los ríos que regaban sus tierras, y los mares que bañaban sus costas.

En la academia empezaron haciendo un estudio comparativo de los trabajos que antes habían hecho otros geógrafos, entre ellos doce eruditos de los que diez pertenecían al mundo árabe.

Moneda conocida como Tarì aureo, con inscripciones en árabe, acuñada por Roger II.

Las cartas geográficas como instrumento

La razón de por qué los musulmanes dominaban el campo de la geografía era sencilla: la economía. Mientras que la Europa medieval estaba fragmentada y tanto a nivel comercial como político se había convertido en provinciana, el mundo musulmán estaba unificado por un floreciente comercio de gran cobertura geográfica, la religión y la cultura. Tanto los mercaderes musulmanes como los peregrinos o los funcionarios utilizaban los denominados “libros de caminos”, unos itinerarios en los que se describían las rutas, las condiciones de viaje y las ciudades que se encontraban a lo largo del camino. Muchos de los primeros autores de estos libros estaban en la lista de al-Idrisi: Ibn Khordadbeh, un persa del siglo VIII que fuera director del servicio postal y de inteligencia de Irán, al-Yaqubi, un armenio del siglo IX que escribió un Libro de Países; Qudamah, un cristiano del siglo X que había abrazado el islam y que era un contable del fisco al servicio de Bagdad y autor de un libro que trataba del sistema postal y de impuestos del califato abasí. Otros autores pertenecían a una tradición posterior de la geografía sistemática, como los investigadores del siglo X Ibn Hawqal y al-Mas’udi, que elaboraron libros destinados a ser algo más que guías prácticas para los recaudadores de impuestos o los empleados de correos; de lo que se trataba era de alimentar los fondos del conocimiento humano.

Los dos geógrafos de época preislámica de al-Idrisi eran Paulo Orosio, de origen español, autor de la popular Historia, escrita en el siglo V, que incluía un volumen de geografía descriptiva, y Ptolomeo, el más ilustre de los geógrafos clásicos, cuya obra Geografía –escrita en el siglo II– se había perdido completamente en Europa, pero se conservaba en el mundo musulmán traducida al árabe.

Tras un examen profundo de estos trabajos de geografía que habían compilado, el rey y el geógrafo observaron las muchas discrepancias y omisiones que había en ellos, y decidieron entonces embarcarse en la tarea de la investigación propia. El enorme movimiento que había en los cosmopolitas puertos de Sicilia los convertía en el lugar ideal para tal labor, de forma que durante muchos años apenas si había un barco que no anclara en Palermo, Messina, Catania o Siracusa que no fuese interrogado por al-Idrisi, o hasta por el mismo Roger. ¿Qué clima había en tal país, cuáles eran sus ríos y lagos, había montañas? ¿Cuál era el perfil de sus costas y la morfología de su terreno? ¿Y qué había de sus caminos, construcciones, monumentos, cultivos, cuáles eran sus oficios, las importaciones y exportaciones, sus maravillas? Y por último, ¿cuál era su religión, su cultura, sus costumbres y su lengua? Además de esto, se enviaron expediciones científicas a aquellas zonas de las que no tenían información. En estas expediciones viajaban además dibujantes y cartógrafos para dejar constancia gráfica del país.

En el curso de la investigación al-Idrisi y Roger cotejaron las informaciones, se quedaron con aquellos datos que pudieron ser corroborados por los viajeros y se deshicieron de todos los datos contradictorios. Quince años les llevó el proceso de recolectar y evaluar la información; durante todo este tiempo, según al-Idrisi, no había apenas un día en que Roger no consultara personalmente a los geógrafos, estudiara los informes con los que discrepaban, examinara las coordenadas de la astronomía, las tablas y los itinerarios, o estudiara minuciosamente los libros, sopesando las diferentes opiniones.

 

Puerto de Siracusa.

Puerto de Palermo.

Puerto de Catania.

Puerto de Messina.

Los puertos de Sicilia de Palermo, Messina, Catania o Siracusa constituían una fuente elemental para recabar la información que al-Idrisi y el rey Roger necesitaban para la elaboración de tan ingente obra.

La gran obra de al-Idrisi

Por último, terminaron el extenso estudio preliminar para dar paso a la cartografía. Bajo la dirección de al-Idrisi se realizó en primer lugar un borrador de trabajo en una pizarra, donde se ubicaron los lugares en el mapa por medio de brújulas, siguiendo las tablas que se habían preparado previamente. Luego fabricaron un gran disco de casi 80 pulgadas que pesaba más de 300 libras, y que confeccionaron en plata por su maleabilidad y permanencia.

Al-Idrisi explicó que lo que el disco venía a simbolizar era simplemente la forma del mundo: “La tierra es redonda como una esfera, y las aguas se adhieren a ella y se mantienen en ella por un equilibrio natural que no sufre variación”. Permanecía “estable en el espacio lo mismo que la yema en un huevo. El aire la rodea por todas partes… todas las criaturas se mantienen estables en la superficie de la tierra, el aire atrae lo que es ligero y la tierra lo pesado, lo mismo que un imán atrae el hierro”.

Tal y como sugieren sus comentarios, al-Idrisi creía que el mundo era redondo. Pero no fue el único. Al contrario de la falsa creencia popular que aún persiste, de que hasta los tiempos de Colón todo el mundo creía que la tierra era plana, eran muchos los estudiosos y astrónomos que, desde al menos el siglo V a.C., creían que la tierra era un globo.

En el siglo III a.C. el astrónomo de Alejandría Eratóstenes midió un grado de la circunferencia terrestre con una sorprendente precisión, alcanzando una cifra con un margen de error del 1.7 o del 3.1 por ciento. (La variación que presenta su error se debe a que en nuestros días se desconoce la longitud exacta de la medición que utilizó). Cuatro siglos más tarde, Ptolomeo hizo un cálculo estimado de la circunferencia con mucho menos éxito –a casi el 30 por ciento menos de su verdadera extensión-. En el siglo IX setenta estudiosos musulmanes, que trabajaban bajo el mecenazgo del califa al-Ma’mun, se reunieron en el desierto de Siria para determinar la longitud de un grado de latitud. En lugar de confiar en las suposiciones que ofrecían los viajeros sobre la distancia  ̶ como habían hecho los astrónomos anteriores ̶ , lo que hicieron fue utilizar varillas de madera para medir el camino que recorrían hasta que veían un cambio de un grado en la elevación de la estrella polar. Su cálculo arrojó como resultado de la circunferencia terrestre de 22.422 millas un error del 3,6 por ciento, casi la misma precisión que logró la estimación de Eratóstenes, y un gran avance sobre la de Ptolomeo.

Mapa del mundo de al-Idrisi.

En tiempos de al-Idrisi, los astrónomos árabes habían hecho grandes progresos en el cálculo de la latitud (la longitud siguió planteando problemas hasta el siglo XVII). Los geógrafos árabes rectificaron algunos de los errores que habían cometido Ptolomeo y otros científicos griegos. El matemático al-Juarizmi redujo la longitud del Mediterráneo que Ptolomeo estimaba entre 62 y 52 grados; el astrónomo hispanomusulmán Alzarquiel ajustó más la cifra a la correcta: 42. Otros estudiosos musulmanes, como el astrónomo iraquí al-Battani y el persa al-Biruni, confeccionaron unas tablas que reflejaban las latitudes de las ciudades más destacadas.

El mismo al-Idrisi ofreció tres medidas de la circunferencia de la tierra, sin tomar partido por ninguna: la estimación correcta aproximada de Eratóstenes, una cifra ligeramente menor que procedía de los astrónomos de la India, y un número todavía menor –aunque mayor que el de Ptolomeo– con el que parece que estaban de acuerdo los estudiosos sicilianos.

Pero la cartografía, no obstante, seguía en estado primitivo. Aunque Ptolomeo había debatido acerca de pronósticos diferentes, el problema de aplanar la superficie de una esfera para que se pudiera representar en un mapa no se resolvió hasta los siglos XVI y XVII –la Era de las Exploraciones – y ninguna era tampoco entonces satisfactoria. El gran geógrafo Gerardus Mercator comentó “Si queréis navegar de un puerto a otro, aquí tenéis una carta de navegación… y si la seguís con mucha atención lograreis llegar con seguridad al puerto de destino […]. Podéis llegar antes o puede que no lleguéis tan pronto como esperabais, pero lo que es seguro es que llegaréis”. El disco de plata o “planisferio” de al-Idrisi constituía un pronóstico bastante más avanzado que otros de su tiempo.

Imagen del mapa que elaboró al-Idrisi del Mediterráneo y su entorno, en el que sitúa al norte el continente africano y al sur Europa.  

Según relato del propio al-Idrisi, unos “obreros muy cualificados” habían practicado en el disco unas incisiones lineales que demarcaban los siete climas del mundo habitado, divisiones que Ptolomeo, de manera arbitraria, estableció que hacia el este y el oeste y que estaban delimitados por los paralelos de latitud, desde el Ártico al Ecuador. Se creía que por debajo del Ecuador había una zona meridional templada, aún sin explorar, que estaba separada del más conocido norte por un área infranqueable de calor mortal. Los plateros, siguiendo el borrador de un bosquejo que le facilitó al-Idrisi, trasladaron al planisferio los contornos de los países, océanos, ríos, golfos, penínsulas e islas.

Como anexo al mapa de plata, al-Idrisi preparó para Roger un libro que contenía la información que reunieron los geógrafos, que se titulaba Nuzhat al-Mushtaq fi Ikhtiraq al-Afaq (Deseo del que ansía ardientemente recorrer el mundo) o más sencillamente al-Kitab al-Ruyari (El Libro de Roger). El texto contenía 71 mapas parciales, un mapa del mundo y setenta mapas con secciones de itinerarios que representaban los siete climas, cada uno de ellos divididos longitudinalmente en diez secciones.

Los geógrafos contemporáneos han intentado reconstruir los rasgos del planisferio de plata combinando los mapas del Libro de Roger, del que han sobrevivido varios textos, y sus tablas de longitudes y latitudes. De su reconstrucción resulta evidente que, al igual que Ptolomeo, al-Idrisi se imaginaba que la parte habitable de la tierra ocupaba 180 de los 360 grados de la longitud del mundo, desde el Atlántico, en el Oeste, hasta China en el Este, y 64 grados de su latitud, desde el Océano Ártico hasta el Ecuador. El planisferio mostraba las fuentes del Nilo –que hasta el siglo XIX no habían sido exploradas por los europeos, y que evidentemente ya eran conocidas por los viajeros musulmanes en el siglo XII– así como las ciudades del centro de Sudán. El área del Báltico y Polonia estaban representadas de forma mucho más detallada que en los mapas de Ptolomeo, dejando patente el resultado de las investigaciones de los geógrafos. Las Islas Británicas fueron igualmente tratadas de un modo extraordinariamente científico, debido seguramente a los contactos entre la Inglaterra normanda y la normanda Sicilia. Hay una cuestión meramente subjetiva que se desprende del hecho de que el Sur se representa con mayores dimensiones que el Norte, y que Sicilia ocupaba una parte importante del oeste del Mediterráneo, al contrario que Cerdeña y Córcega, cuya escala aparece disminuida. No resulta extraño que la mejor parte, tanto del mapa como del texto, por fiel y detallado, tratara de la misma Sicilia.

Pese a las distorsiones, omisiones y errores, la superioridad del mapa de al-Idrisi respecto a los mapas medievales europeos es sorprendente. Al contrario que en los pintorescos y curiosos mapas de los estudiosos cristianos, carentes casi por completo de información, los rasgos geográficos de Europa, el norte de África, Oriente Medio son fácilmente reconocibles en la representación que hace al-Idrisi: Gran Bretaña, Irlanda, España, Italia, el Mar Rojo y el Nilo.

Elementos ornamentales en construcciones árabo-normandas que muestran una fuerte imbricación de estilos, fruto del mestizaje cultural de la isla mediterránea.

El Libro de Roger

El libro que acompañaba el gran planisferio de plata era aún más extraordinario. La primera “geografía general” medieval, que ofrecía la descripción más elaborada del mundo que se produjo en la Edad Media, el Libro de Roger, acometió la ardua tarea de describir de manera sistemática el mundo habitable, empezando por la primera sección del primer clima del principal meridiano de Ptolomeo, las Islas Canarias. Este iba de oeste a este y del sur al norte a través de cada una de las diez secciones de los siete climas. Cada sección se abría con una descripción general de la región, continuaba con un listado de las ciudades principales y luego con un detallado relato de cada ciudad, y con las distancias entre ciudades: “De Fez a Ceuta, en el estrecho de Gibraltar, dirigiéndose hacia el norte, siete días. De Fez a Tlemecén, nueve días, siguiendo este itinerario: desde Fez se gira hacia el gran río de Sebou…”.

La primera división del primer clima comenzaba en el Mar del Oeste, el “Mar de las Tinieblas”. “En este mar hay dos islas llamadas las Islas Afortunadas… Nadie sabe si existe tierra habitable más allá de ellas”. Al sur, al-Idrisi describía un gran río, “El Nilo de los Negros”, una mezcla del Senegal y el Níger, que fluía desde el oeste de África Central hasta el Atlántico. A través de este río se llevaba a cabo el comercio de la sal con Sudán. Al-Idrisi describió la ciudad perdida de Ghana (cerca de Tombuctú, en el Níger) como “el centro de comercio más importante, el más densamente poblado de los países de los Negros”. En la sección IV de este primer clima, al-Idrisi situó las fuentes del Nilo en una posición más o menos correcta, aunque representó el “Nilo de los Negros” uniéndose al “Nilo Egipcio” justo en ese punto.

Al-Idrisi ofreció una detallada descripción de España, donde había pasado sus años de estudiante. Hacía grandes elogios de Toledo, con su fortaleza defensiva, sus maravillosas murallas y su ciudadela tan bien guarnecida. “Pocas ciudades pueden compararse en cuanto a la solidez y altura de sus edificios, la belleza de la campiña circundante y la feracidad de sus campos regados por el Tajo”. “Los jardines de Toledo están entrelazados por canales sobre los que se erigen norias para irrigar los huertos, que producen una cantidad prodigiosa de frutos de una calidad y belleza que no se puede explicar. A ambos flancos existen unos terrenos maravillosos y castillos bien fortificados”.

Manuscrito con la descripción de la actual Finlandia.

Cada área tenía su propio encanto. En Rusia, los periodos de luz invernal eran tan cortos que apenas si había tiempo para que los viajeros musulmanes realizaran las cinco oraciones obligatorias diarias. Los noruegos tenían que cosechar el grano todavía verde y madurarlo en el hogar de sus casas “ya que el sol brilla en ellos muy rara vez”. En cuanto a Gran Bretaña, “está en el Mar de las Tinieblas. Es una isla de tamaño considerable, con la forma de una cabeza de avestruz, y donde florecen ciudades, hay montañas altas, ríos grandes y llanuras. Es el país más fértil, sus habitantes son valientes, activos y emprendedores, pero el país entero está asolado por un perpetuo invierno”. Al-Idrisi nombraba muchas ciudades inglesas, puertos, en su mayoría, con las distancias que había entre ellas. Hastings “era una ciudad importante, densamente poblada, con numerosos edificios, mercados y una gran actividad industrial y comercial”; Dover, hacia el este, era “una ciudad igualmente importante no muy lejos de la desembocadura del ancho rio de Londres, el Támesis, que fluye con velocidad.” Sin embargo, a Londres se la menciona simplemente como “una ciudad del interior”.

De igual modo, se describieron ciudades de Francia, de nuevo haciendo más hincapié en los puertos, en especial los de Bretaña y Normandía; pero también aparecían las ciudades del interior: Tours, tanto antes como ahora, un centro vinícola “rodeado por numerosos viñedos”; Chartres, un mercado agrícola (aún no se había construido su famosa catedral); Meaux, “en el centro geográfico de Francia”, Bayeux, Dijon, Troyes, Le Mans y muchos más. A París (Abariz) se le mencionaba con cierta condescendencia, como una ciudad “de tamaño reducido, rodeada de viñedos y bosques, y que está situada en una isla sobre el Sena, que la rodea por todas partes”; sin embargo, “es sumamente agradable, potente y con posibilidad de defensa”.

Imagen nocturna del puerto de Palermo en la actualidad. ©R. Doughty

Sicilia, como es natural, merecía un elogio especial; era “la perla de la época”, y al-Idrisi contaba la historia de la conquista normanda de la isla por Roger d’Hauteville –“el más grande de los príncipes francos”– a la que siguió la sucesión de “el gran rey que lleva el mismo nombre y que sigue sus mismos pasos”.

El impresionante montaje de los hechos que se desprendían de los relatos de los viajeros y los pasajes geográficos se veía interrumpido cada cierto tiempo por fábulas, unas veces procedían directamente de Ptolomeo, otras del folclore popular. Según el Libro de Roger, el Estrecho de Gibraltar aún no existía cuando Alejandro Magno –según sostenía una leyenda medieval– invadió España. Como los habitantes de África y Europa estaban continuamente en guerra, Alejandro decidió separar los continentes mediante un canal, entre Tánger y al-Andalus (en el sur de España). El Atlántico irrumpió en él, inundó la tierra, elevándose así el nivel del Mediterráneo.

Roma, según al-Idrisi, ostentaba una magnificencia oriental; los barcos cargados de mercancías navegaban por el Tíber, “que eran remolcados con su carga, río arriba, hasta las mismas tiendas de los comerciantes”. Había 1.200 iglesias; las calles estaban pavimentadas con adoquines de mármol azul y blanco. En una maravillosa iglesia había un altar con esmeraldas incrustadas, que estaba sostenido por doce estatuas de oro puro, con ojos de rubí. Y al “príncipe de la ciudad», escribió, “lo llaman El Papa”.

Tumba de Roger II en la catedral de Palermo.

Catedral de Palermo

Cuando en el 1154 al-Idrisi presentó a su patrón el planisferio, una esfera celestial de plata y el libro, apenas faltaban unas semanas para que muriera Roger, a los 58 años, probablemente de un ataque al corazón. Entonces al-Idrisi siguió trabajando en la composición de otra obra geográfica para el hijo de Roger, Guillermo I, su sucesor. Se dice que este trabajo era más extenso que el anterior, pero de él sólo han sobrevivido algunos extractos.

No obstante, en el año 1160 los barones sicilianos se rebelaron contra Guillermo, y en el curso de los tumultos saquearon el palacio y encendieron una gran pira en el patio, donde arrojaron los registros del gobierno, los libros y los documentos –incluida una versión nueva en latín del Libro de Roger que al-Idrisi había regalado a Guillermo–. Del mismo modo, desaparecieron el planisferio y la esfera celestial. Parece ser que se cortaron en trozos y se fundieron.

Al ser atacados los musulmanes de Sicilia por estos barones con excepcional brutalidad y habiendo asesinado a muchos, entre otros al famoso poeta llamado Yahya ibn al-Tifashi, al-Idrisi huyó al Norte de África donde moriría seis años más tarde.

Pero gracias a que se llevó consigo el texto en árabe, su gran obra siguió viva, y adquirió una fama trascendental, sirviendo como modelo, durante siglos, para geógrafos e historiadores del mundo musulmán, además de proporcionar al historiador Ibn Jaldún prácticamente todos los conocimientos que adquirió sobre geografía.

Sin embargo, no estaba disponible en Europa. Aunque el Libro de Roger en versión árabe lo publicó en Roma en el año 1562 la imprenta Medici, en Europa no se pudo encontrar en versión latina hasta el siglo XVII. En 1400, por lo tanto, Cristóbal Colón tuvo que confiar en otras fuentes de información. Utilizó un globo que le preparó un cartógrafo alemán que se llamaba Martin Behaim y que estaba basado en los errores de cálculo de Ptolomeo. Colón añadió también los cálculos erróneos de las distancias, de modo que llegó a la conclusión, incorrecta, de que si navegaba al oeste de España podría llegar a Japón o la India, a una distancia de viaje de no más de 4.000 millas.

Es curioso pensar que si Colón hubiera sido consciente de la verdadera distancia –según el cálculo de al-Idrisi– tal vez hubiera dudado en realizar aquel viaje que hizo época y no habría llegado a aquel nuevo mundo, que apareció una mañana en el lejano horizonte del “Mar de las Tinieblas”.

 

Frances Gies

es escritora, especialista en temas medievales.

* Artículo publicado gracias a la amable colaboración de la revista AramcoWorld.
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