Gerald Brenan y el espíritu literario de Bloomsbury en la Alpujarra

 

A Gerald Brenan (1894-1987) suele considerársele el hispanista más destacado del siglo pasado por obras como El laberinto español, La faz de España o Al sur de Granada. Sin embargo, además de su faceta como escritor e intelectual de enjundia, fue un cronista de excepción de las complejas relaciones del mundo intelectual londinense de su época.

 

Pocas veces lugares tan opuestos como pueden ser Bloomsbury, el exclusivo barrio del centro de Londres, y Yegen, una pequeña aldea perdida en la Alpujarra de Granada, mantuvieron un romance tan peculiar e intenso como el que disfrutaron desde comienzos de 1919 hasta finales de 1934.

Sucesivas olas de visitantes insignes como pueden ser Dora Carrington y Lytton Strachey, Virginia Woolf y Leonard Woolf, o Bertrand Russell visitaron Yegen y a su inquilino más extravagante: Gerald Brenan.

Retrato de Gerald Brenan, 1922

Retrato de Brenan en Churriana, 1936

Retrato de Brenan en su madurez.

El apelativo “Bloomsbury” se utilizó para denominar a un grupo de intelectuales que, durante el primer tercio del siglo XX en Inglaterra, revolucionaron el pensamiento, la literatura y las artes. Comenzaron a reunirse –reuniones míticas que acabarían formando parte de la leyenda– en torno a 1907, en casa de las hermanas Stephen, más tarde conocidas como Virginia Woolf y Vanessa Bell. Entre los asistentes destacaban E.M Forster, John Maynard Keynes, Lytton Strachey, Duncan Grant o el propio matrimonio Woolf. Si algo tenía en común un colectivo tan heterogéneo era que sentía gran desprecio por la religión, enarboló el pacifismo como seña de identidad, mostró un enconado desprecio hacia la moral victoriana y trajo algo de aire fresco a la estancada escena artística del siglo XIX.

Tras combatir en la Primera Guerra Mundial, y antes de emprender su aventura española, Gerald Brenan se instaló brevemente en Londres. Su intención era intentar aprender el oficio de escritor, pero la vida social era demasiado intensa. Entró en contacto con la órbita del grupo de Bloomsbury y participó en alguno de sus famosos encuentros.

Desde un principio se sintió algo acomplejado por la presencia arrolladora de personas como Virginia Woolf, John Maynard Keynes o E.M Forster, es más, se creía inferior por no haber cursado estudios universitarios. Brenan describe en su autobiografía, Memoria personal, con gran detalle, toda la filosofía y las peculiaridades del grupo.

En el fondo, los míticos encuentros no eran más que una excusa para disfrutar de una buena conversación, eso sí, el invitado nuevo estaba obligado a no ser aburrido: la peor de las inculpaciones en Bloomsbury, algo que incluso conllevaría el veto a las famosas tertulias. “Nunca me sentí del todo identificado con Bloomsbury como grupo. No había duda sobre la brillantez de su inteligencia, ni de que su culto por la buena conversación hacía de ellos unas personas cuya amistad resultaba muy estimulante […]. Civilizados, liberales, agnósticos o ateos como sus padres antes que ellos, siempre habían estado demasiado por encima de la vida de su tiempo, siempre demasiado poco expuestos a su confusión y violencia para vivirla de verdad”.

Brenan quiso seguir su propio camino, nunca acabó de sentirse cómodo en grupos, consideraba los círculos literarios como elitistas, poco implicados con el mundo y fundamentalmente, faltos de gente realmente humana. Según Brenan: «los miembros de Bloomsbury olían demasiado a universidad; les habían lavado el cerebro y dado un condicionamiento de clase”.

Ralph Partdrige con las montañas de la Alpujarra al fondo.

Dibujo de la Alpujarra según Dora Carrington.

Por consiguiente, su idea de marcharse a España suponía retomar su educación, dedicarse a leer. Intentaba rescatar el tiempo que le arrebató la Primera Guerra. Andalucía se convertiría en su particular universidad donde aprendió, sobre todo, de sí mismo.

Y siguió su propio camino en la vida, la sinuosa senda de la literatura. Escribió Al sur de Granada, su obra más reconocida, una referencia indispensable para la etnografía moderna, en la que se recoge la estancia de Brenan en una pequeña aldea perdida en la Alpujarra granadina a principios de los años 20. Hoy día es un clásico consolidado del que se cumplen 52 años de su primera edición inglesa.

La Alpujarra es una comarca situada a los pies de la cordillera de Sierra Nevada. Surcada por sempiternos barrancos y arroyos bañados por la reserva casi inagotable de hielo y la nieve que se derrite en las cumbres a más de 2.400 metros. Los romanos comenzaron a construir aquí una red de acequias para el riego, que luego remataron los beréberes en la Edad Media.

Otro ilustre viajero que visitó la región a finales de los años setenta del siglo pasado fue Bruce Chatwin. Lo hizo para encontrarse con Brenan, y comparó aquellas tierras con Afganistán. Jonathan Gathorne-Hardy, biógrafo de Brenan, realiza una brillante analogía: el caso de Brenan es como si hoy día un inglés decidiera instalarse en una remota aldea de Afganistán con la única compañía de dos mil libros y el sueño de ser poeta.

Gran impacto emocional causó la Alpujarra en Gerald Brenan: “ya supe entonces que jamás había visto país más hermoso que aquella España”.

Brenan se instaló en Yegen el 13 de enero de 1919. Fue su casa, de manera esporádica, hasta 1934. Yegen es una aldea con arquitectura de origen beréber, una serie de casas unidas entre sí con forma de caja, sin blanquear y los terrados de launa gris azulado. Todas edificadas en la ladera de una montaña, las calles sin adoquinar, sólo tierra y protegidas a intervalos por los tinaos, una especie de soportales que protegían a los viandantes de las inclemencias del tiempo. Los animales vivían en la parte baja de las casas. Las colonias de pulgas, garrapatas y moscas campaban a sus anchas. No había luz eléctrica, agua corriente, ni lavabos. Enseguida quedó prendado de la panorámica de Yegen. Suspendido a unos mil doscientos metros, cada anochecer todo quedaba encadenado al silencio. Y si algún sonido furtivo emergía, se propagaba a lo largo de muchos kilómetros.

 
“Océanos de aire, y las nubes,
como ballenas o enormes barcos varados,
pendían sobre la aldea,
ancladas por las corrientes de húmedo aire marino
que ascendían hasta coronar Sierra Nevada”,
escribió Brenan.

Bloomsbury: carreteras secundarias

Bloomsbury no era sólo un grupo de señeras figuras como Virginia Woolf, E.M Forster o John Maynard Keynes, también giraban a su alrededor un gran número de carreteras secundarias estrechas, sinérgicas y entrelazadas entre sí. Este fue el caso del cuarteto formado por Gerald Brenan, Dora Carrington, Ralph Partridge y Lytton Strachey, quien, al mismo tiempo, era también un miembro distinguido del grupo principal. Sus relaciones fueron una representación teatral, un inmenso despliegue epistolar –Gerald Brenan escribió cerca de cuatro millones de palabras en cartas– repleto de episodios de todo tipo.

Dora Carrington, pintora talentosa e impulsiva, fue el gran amor platónico de Gerald Brenan. Se conocieron en 1919, el romance fue breve y realmente no se vieron mucho, pero mantuvieron por correspondencia una especie de relación sentimental con tintes oníricos o, más bien, desamor destructivo. La etapa alpujarreña de Brenan es crucial para entender esta extraña relación. Yegen fue todo un descubrimiento. Se puede afirmar que Brenan fue hasta cierto punto feliz porque se sintió liberado y partícipe de la vida real que se le negaba en Inglaterra (o así lo creía), pero no dejaba de ser un extraño en el pueblo y sufría periódicamente devastadores estados de soledad y aburrimiento. Fueron las cartas de Dora Carrington las que le ayudaron a perseverar en sus intenciones de quedarse y ser poeta. Volver a Inglaterra hubiera significado la claudicación, el arrodillarse ante un padre militar y autoritario que desaprobaba a un hijo con vocaciones literarias.

Uno de los capítulos más entretenidos de Al sur de Granada es la visita que le hicieron a Brenan sus amigos, Dora Carrington, Lytton Strachey y Ralph Partridge, a principios de los años veinte. Strachey cruzó media Alpujarra, desde Lanjarón a Yegen, tumbado boca abajo sobre una mula, observando con pánico los profundos barrancos del camino, y soportando, a su vez, el dolor de unas insufribles hemorroides. El colmo para él, tras el tortuoso viaje, fue ver el retrete de la casa alpujarreña de Brenan, una silla-agujero que evacuaba directamente a un corral de gallinas. En suma, la estancia no resultó fácil, ni cómoda. Los días se sucedieron entre las discusiones continuas de Dora y Ralph, la cara de asco de Lytton y las tensiones sentimentales del propio Brenan con la pintora. Cuando regresaron a Inglaterra, Lytton describió su viaje como “la muerte”. Estas palabras lo que hicieron fue despertar aún más la curiosidad de los “bloomsburianos”.

Que vienen los Woolf

La relación de Yegen y Bloomsbury en lo sucesivo siguió en plena efervescencia. El 3 de abril de 1923 arribaron a la pequeña aldea granadina el matrimonio Woolf, Virginia y Leonard. Se quedaron cerca de quince días. Brenan los conocía de su vida en Londres, donde Virginia ya comenzaba a despuntar como figura romántica y extravagante. Además de hacer turismo, los Woolf querían conocer a Brenan más a fondo, sobre todo en el campo literario.

La conversación versó durante todo el día, en jornadas de cerca de doce horas, sobre literatura. Los Woolf se tomaban el asunto muy en serio. Virginia lanzaba una retahíla continua de preguntas a Brenan, para buscarle las cosquillas, sin condescendencia, para ponerlo a prueba. Poco podía esperar Virginia Woolf que Gerald Brenan, al que ya había tratado brevemente en Londres, y que llevaba una buena carga de soledad a cuestas, se pusiera a hablar incansable, una ráfaga tras otra, en cuanto se hablaba de literatura.

Pero además era una persona a la que le gustaba escuchar a los demás, y escuchó mucho a Brenan, el solitario y excéntrico inglés de Yegen, que cuando llegaron los Woolf necesitaba compañía y conversación de manera urgente. Habló por los codos, según Virginia Woolf, puesto que sabía que los Woolf querían comprobar su valía literaria. Ella defendía a Conrad, Thackeray y W. Scott, y no estaba de acuerdo con la alta opinión que Brenan tenía del Ulysses de Joyce. «Junto a Proust, el mejor novelista de su generación”, según Brenan.

Describe Gerald Brenan a los Woolf en el salón de su casa en Yegen, al atardecer: ella con su rostro anguloso, sus llamativos y enormes ojos grises que brillaban por el fuego de la lumbre, “su rostro revelaba la paz de una poeta”, escribió Brenan; él, elegante, varonil, con una sempiterna pipa, participando en las conversaciones con la voz firme de un gran editor.

 
 
Brenan quedó bastante prendado de Virginia Woolf, nada que ver con la obsesión romántica que le evocaba Carrington, la describió como una persona que desprendía un encanto especial que se manifestaba en pleno apogeo en su conversación.

 

También caminaron por los alrededores montañosos del pueblo. Era entonces cuando Virginia se desplegaba en todo su esplendor, rebosante de entusiasmo adolescente y observaba el paisaje tan especial de Yegen. “La recuerdo como una persona totalmente distinta, corriendo por las colinas, entre las higueras y los olivos. Se me parece como una dama inglesa nacida en el campo, esbelta, escrutando la distancia con ojos muy abiertos, olvidada por completo de sí misma, en la fascinación por la belleza del paisaje y por la novedad de encontrarse en un lugar tan remoto y arcaico”, escribió Brenan en Al sur de Granada. Poco que ver con “la muerte” metafórica de Lytton Strachey.

Cuando dejaban la casa no sólo hablaban de libros, también de la vida, de sus amigos en común y de las relaciones humanas. Una de las máximas de la filosofía de Bloomsbury era la libertad.

En contraste con la primera ola de visitantes, esta segunda fue todo un éxito: “Es la luz, desde luego: un millón de hojas de afeitar han quitado la corteza y el polvo, sale por todas partes el color puro, la blancura de las parras; el rojo, el verde, el blanco otra vez del enorme, encorvado, infinito paisaje”, escribió Virginia Woolf en su diario.

Gerald mantuvo correspondencia regular con los Woolf y Virginia estaba segura de que Brenan “escribirá algo muy, muy maravilloso cualquier día de estos”. La verdad es que tardó un tiempo, pero poco podría sospechar Virginia Woolf que acabaría siendo una de las protagonistas de Al sur de Granada.

Años más tarde, ya muerta Virginia Woolf, Brenan escribe sobre su obra: “No obstante, soy un gran admirador de la obra de Virginia Woolf en general. En casi todo lo que escribió mostró esa rara cualidad de la imaginación que llamamos genio. Lo percibo mejor en los ensayos literarios que se encuentran en The Common Reader y en sus volúmenes posteriores”.

Amigos para siempre, “Bunny” Garnett

David Garnett.

Ralph Partridge.

Gerard Brenan junto a su mujer, Gamel Woolsey, en el salón de su casa de Yegen, durante la visita de Ralph Partridge.

El escritor David Garnett puede considerarse el tercer desembarco de Bloomsbury. Llegó a Yegen en compañía de su mujer, Ray Marshall; estaban disfrutando de su luna de miel. Brenan conoció a Garnett durante sus periplos por Londres como joven aprendiz de poeta. Aparte de la amistad con Ralph Partridge, con todas sus rupturas y reconciliaciones, y con V.S Pritchett, una de las más importantes y longevas fue la de David Garnett, “Bunny” para los amigos, que duró hasta la muerte del segundo en 1981. Estrambótica pareja, talentosos y excéntricos, Garnett acababa de publicar su exitosa obra Lady into Fox y pasaron unos días de descanso en Yegen, entre paseos y lecturas.

También visitaron a Brenan otras figuras relevantes como los pintores Duncan Grant, Roger Fry y Augustus John. Pero quizá el más relevante de la última oleada, cuando Brenan ya estaba viviendo su última etapa en Yegen, alrededor de 1934 y casado con la poetisa Gamel Woolsey, fue el filósofo Bertrand Rusell. No estaban los Brenan demasiado convencidos con los planes del anciano filósofo que quería pasar unas vacaciones en un lugar tan exótico como Yegen.

Bertrand Russell y el médico rural

Bertrand Russell visitó Yegen con Patricia Spence, que tenía veintiún años, con la que se casó al poco. El plan era que alquilarían la casa de Brenan durante el verano. A Brenan, que adoraba Yegen, le parecía que no reunía las condiciones para un hombre del prestigio y categoría de Bertrand Russell, además tenía más de sesenta años, y lo que más miedo le daba a Brenan: no hablaba nada de español. Pero el viejo Rusell, como buen filósofo, a cada nuevo intento de disuasión más curiosidad le inspiraba Yegen. Antes de marcharse y dejarles la casa, Brenan y Gamel pasaron unos días para enseñarles a desenvolverse.

Si los Woolf se quedaron admirados por la conversación desbordante e infatigable de su anfitrión, esta vez fue Brenan el que acabó más que sorprendido por la llaneza de la pareja y, sobre todo, por la capacidad de adaptación a las incomodidades de un pueblo perdido en la Alpujarra. Es curioso cómo el paladín de la filosofía analítica, coetáneo y amigo de Wittgenstein, no se quejó de las comidas ahogadas en aceite de oliva poco refinado, de las camas y sus colchones de bultos de lana, ni del olor a cuadra que flotaba en el ambiente y las consiguientes hordas de moscas.

Bertrand Russell y su esposa Patricia Spence.

Pero la aventura de Bertrand Russell comenzó realmente cuando los Brenan abandonaron la casa, no sin antes intentar aleccionarle con algunas clases de español y regalarle un diccionario. En un interludio de sus lecturas, el filósofo se comió una lata de carne en mal estado; la criada de Gerald, María, le advirtió de que no la tocara, pero posiblemente no la entendiera. Rusell sufrió un envenenamiento severo. Se apoderaron de él fiebres terribles, y se llegó incluso a temer por su vida. El médico del pueblo consiguió salvarlo milagrosamente.  Brenan describe el episodio en Memoria Personal: “Llamaron al médico que, según el relato de Bertie, lo curó dándole un suero procedente de sangre de caballo y, para explicárselo, se puso a cuatro patas, relinchó y coceó. Porque Bertie, a pesar del diccionario, no había aprendido la correspondiente palabra en castellano…”. Sin duda, Kafka no habría escrito algo mejor.

Aunque las visitas de los ingleses de Bloomsbury le reportaron alegrías, alivio a su soledad, Brenan también sufrió algunas tristezas, y cuando hablaba de amor con Carrington, de libros con Virginia Woolf o de filosofía con Russell, en el fondo hablaba de sí mismo, de un excéntrico inglés que arribó en la Alpujarra buscando su propio camino en la vida, el de la literatura.

 

Carlos Pranger es docente y escritor
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